Detalle de Antojos negros con amarillos, 1966

El próximo 27 de octubre se cumple el centenario de José Guerrero, uno de nuestros pintores más importantes. Con él, el arte español estableció una de las más estrechas conexiones con el panorama internacional, en particular con el Expresionismo Abstracto, tras su marcha a Nueva York en 1950. En esa conquista americana se centra The Presence of Black, la gran exposición que se inaugura hoy en Granada, su ciudad natal, en el Palacio de Carlos V de la Alhambra y en el centro que lleva su nombre. Reúne 117 obras, algunas de ellas nunca vistas en España, procedentes de distintas colecciones y museos nacionales y americanos. Una auténtica celebración del color, del negro más guerrero.

Acercarse a la obra de José Guerrero (Granada, 1914-Barcelona, 1991) es como jugar con un caleidoscopio. No me refiero sólo al obvio atractivo cromático de su obra, construída por fragmentos de color armónicamente engarzados, sino también a la facilidad con la que cambia la imagen percibida: basta un ligero cambio de posición de quien mira. A esta reflexión puede ayudar la ambiciosa exposición que ahora se presenta en Granada con una doble sede: la Alhambra y el Centro José Guerrero. Las significativas novedades que aportan las piezas seleccionadas (el sentido matérico y la conexión con lo arquitectónico de sus "frescos portátiles", su tratamiento de la abstracción biomórfica, sus apuntes figurativos de lugares como Víznar) contribuirán, sin duda, a explicar la obra de José Guerrero desde puntos de vista quizá inesperados, sugiriendo nuevas vías de interpretación de su trayectoria y permitiendo una más certera valoración de su legado artístico.



Siguiendo el proceso de estudio y revisión de la obra del artista iniciado por el Centro desde su inauguración en 2000, que ha producido una impecable serie de exposiciones con sus respectivos estudios críticos, y un riguroso catálogo razonado, la exposición que ahora se inaugura en Granada, The Presence of Black, analiza en profundidad un período central en la trayectoria artística y vital de Guerrero: el transcurrido entre su llegada a Nueva York en 1949 y su regreso a España en 1965. Con 35 años, José Guerrero se incorporó a la metrópolis americana que sucedía a París como centro de la modernidad internacional. Y con 51 regresó a España después de haberse incorporado a la bulliciosa y exigente vida artística neoyorquina, después de haber explorado las propuestas creativas que desde su punto de vista mejor definían a su época, y después de haber experimentado una profunda, y también fértil, crisis personal enmarcada en el agotamiento del expresionismo abstracto.



Guerrero no llegó en 1949 a Nueva York directamente desde Granada: al contrario, aquel viaje venía precedido de un periplo formativo que se inició en Madrid y prosiguió por diversas capitales europeas que, especialmente Roma y París, dejaron huella en su sensibilidad. Tampoco su regreso en 1965 supuso un destino final: a partir de entonces su vida se repartió entre España y América. Todo en Guerrero es más complejo, más rico de lo que quizá de forma excesivamente esquemática tiende a pensarse. Probablemente porque su deseo fue siempre "ir más lejos", nunca se sintió definitivamente enraizado: su búsqueda de una voz propia y definitivamente moderna le empujó a viajes sucesivos, a distintas ciudades y a una continua experimentación artística.



Detalle de Presence of Black, 1964

Es evidente que encontró su voz, pero ello no significó en su caso una limitación o un estancamiento ni geográfico ni artístico. Su biografía establecida, tan llena de obstáculos y dificultades como de logros y de procesos de adaptación y aprendizaje, arroja la imagen de un hombre libre, abierto a la novedad pero consciente de su fragilidad. Algo que, al mismo tiempo, como escribió Antonio Muñoz Molina, hizo que al final de su vida se sintiese "más bien perdido. Perdido entre España y América, entre Nueva York y Granada, entre la memoria de la infancia y un presente en el que siempre fue un poco extranjero".



"A mí lo que me interesaba era ir adonde estuviera el arte de mi tiempo", dijo alguna vez Guerrero. Quizá sea esa condición nómada, en un sentido tanto real como figurado, la que ha permitido que su obra haya sido contemplada, reivindicada y apropiada desde muy diversas posiciones. Como en el caleidoscopio al que al principio me refería, unos mismos componentes (la fuerza del color, la gestualidad, la resonancia cultural de determinados colores, motivos o formas, o el sentido compositivo) han ido conformando sucesivas (y a veces casi simultáneas) imágenes de la figura de José Guerrero dependiendo sobre todo de quién, cómo y cuándo la mirase.



Europeo y americano a la vez, formado en la herencia del Fauvismo y en el respeto por la obra de los grandes artistas de las vanguardias históricas, inmerso en el Nueva York de la abstracción de postguerra primero, y en el contexto del informalismo español después, la obra de Guerrero anterior a los 70 fué lo suficientemente polisémica como para permitir ser identificada con distintos grupos, movimientos o tradiciones artísticas. Así, en 1954 el mítico James Johnson Sweeney, entonces director del museo Guggenheim de Nueva York, incluyó su obra en la exposición titulada Younger American Painters. A Selection, considerándola plenamente representativa del talento que emergía en la ciudad de los rascacielos. En la pintura de Guerrero encontraba Sweeney el trazo enérgico y el sentido de compromiso con el presente a través de la abstracción que caracterizaba a los artistas del expresionismo abstracto neoyorquino. Ello no impediría, sin embargo, que la obra de Guerrero apareciese en una exposición celebrada en la Galerie de France, en 1956, como uno de 10 Jeunes Peintres de l'École de Paris. La cercanía de planteamientos existente entre la abstracción americana y la europea en los años 50 podrían explicar esta duplicidad sin necesidad de acudir a otros factores.



Pero el cosmopolitismo de Guerrero, sin embargo, se haría compatible con una interpretación en clave española cuando fuese necesario: su rotundo negro llegaría a ser interpretado posteriormente como inequívocamente propio de la llamada escuela española. Era el negro de Velázquez, que tanto impresionó a Manet (y también a Motherwell). El negro sería también, especialmente desde La Brecha de Víznar, de 1966, una de las claves que permitirían dar a la obra de Guerrero un sentido dramático, mucho más en relación con la historia española reciente, y también un componente de fuerte arraigo local. Ya en los 70 y 80, en el contexto español del comienzo de la transición a la democracia, cuando la generación de Guerrero gozaba del carácter venerable de lo histórico, su obra (incluso la que podía ser leída como un acercamiento al pop, como su serie de las cerillas) sería rescatada por un grupo de jóvenes artistas que buscaban referentes internacionales para su reivindicación de la pintura frente a las posiciones más cercanas al conceptualismo.



José Guerrero, en realidad, nunca dejó de ser él mismo: un artista que buscaba "ir siempre más lejos" sin dejar de ser fiel a sí mismo. La exposición que ahora puede verse en Granada desvela la riqueza de su obra en un momento crucial.



Abstracto versus Esquizo

Por Luis Gordillo



José Guerrero era un tipo muy apreciado y sociable. Un hombre que se dejaba ver mucho, que siempre estaba presente. Siempre estaba alerta. En Madrid, me chocaba con él constantemente. Recuerdo que coincidimos, también, en Nueva York, en una exposición conjuntamente con Tàpies. Aunque donde realmente me topé con él fue en la exposición que le dedicó el Museo Reina Sofía en 1994. Descubrí a un Guerrero distinto al que tenía en la cabeza, que era la de un pintor libre, gestual y espontáneo. Viendo su exposición me di cuenta de que era todo lo contrario: un artista mucho controlado, frío incluso, que sabía lo que hacía en cada momento, y que preparaba a conciencia los resultados de su pintura. Descubrí a un José Guerrero menos intuitivo y más racionalista, y eso hizo aumentar mi interés por él. Hubo un momento en los años 80, en que se formaron dos equipos en torno a la pintura: los abstractos, liderado por Guerrero, con José Manuel Broto y Carlos León, entre otros, y los esquizos, que me tomó a mí como jefe, y donde se cobijaron artistas como Carlos Alcolea o Carlos Franco. Se habló entonces de una rivalidad, pero no fue real. Eran, simplemente, dos maneras de entender la pintura.