Nada somos sin contratos
El Contrato
19 diciembre, 2014 01:00Vista de la exposición
En su formulación más conocida, la del Contrato Social, los seres humanos renuncian a parte de su libertad a cambio de ciertos derechos y garantías. Jean Jacques Rousseau, a quien debemos esta idea, entendía que el Estado era la institución creada para hacer cumplir ese contrato implícito al hecho de vivir en sociedad. La teoría comprendía ingenuidades como la archiconocida del "buen salvaje", pero es la primera que replantea nuestra relación con la sociedad y abre las puertas a nuevos modelos de relación.El Contrato es, además, el título de la exposición que vemos ahora en la Alhóndiga de Bilbao, un proyecto firmado por el colectivo Bulegoa z/n (Beatriz Cavia, Isabel de Naverán, Miren Jaio y Leire Vergara) que es la extensión de una residencia de dos años durante la cual se ha creado, en la propia Alhóndiga, un grupo de lectura con el objetivo de indagar en la idea de contrato social. Los tres meses de apertura de la exposición pretenden reactivar el grupo de lectura y plantearse la reflexión sobre, con sus palabras, "los contratos afectivos, invisibles y no dichos que determinan nuestro día a día".
Los resultados del trabajo de ese grupo de lectura se plasman ahora en las doce secciones que componen la exposición, que se complementa con un ciclo de conferencias, proyecciones cinematográficas y propuestas escénicas. Es un programa ambicioso, al menos en sus intenciones. ¿Cuáles son esos otros contratos que determinan nuestro día a día?, se preguntan.
Es una pregunta que lleva implícita una gran confusión. Porque la pregunta no es, o no debería ser exactamente esa, sino otra mucho más radical: ¿es posible el ser sin una relación contractual? La idea de contrato excede incluso al ser humano, y esta es una cuestión que no parece abordar el profundo planteamiento teórico de todo este proyecto extendido en el tiempo. Como señalaba al principio, el contrato tiene un carácter social. Pero no se limita al hombre. El mismo modelo de relaciones lo encontramos entre los animales, que renuncian a esa "libertad individual" que parecía añorar Rousseau. ¿Y qué papel desempeñan las obras de arte exhibidas en todo este entramado? ¿Cuál es el sentido?
Pues resulta difícil dar una respuesta concreta. Quizá el caso más explícito sea el de Kajsa Dahlberg (1973) y su contrato, explícito, firmado para grabar el desmontaje de un campamento para mujeres que cada año tiene lugar en la isla de Femø, en Dinamarca, pero a partir de ahí la cosa se dispersa. Hacia lo puramente conceptual, como la serie Uno, uno, dos, uno... de Itziar Okariz (1965) o una práctica fotográfica amateur que con el tiempo ha adquirido valor antropológico, como son las imágenes de principios del siglo XX de Eulalia Abaitua (1853-1943) y que, sencillamente, no se entiende muy bien su razón de estar ahí.
Resulta interesante la instalación del grupo Academy of Work titulada El brazo de Gastev, basada en el encargo que Lenin hizo al poeta Alekséi Gástev de diseñar la transformación de la Rusia rural en la URSS industrial, y puramente anecdótica la del colectivo Agencia, la Cosa 002115, sobre el pleito mantenido por los Ballets Oldarra de Biarritz y Europa del Este en relación al disco Promenades en Pays Basque.
Al final, el problema mayor que se encuentra el visitante es establecer el nexo no ya entre las distintas piezas entre sí, sino con la idea central de la exposición. Cuestión harto difícil, porque en una misma obra se explicitan varios contratos o varios niveles contractuales. ¿Con cuál de ellos estamos jugando? Adivinarlo parece ser nuestra parte del juego.