Detalle de Pirodáctilo sobre Nueva York, 1962
Para Eugenio Trías lo siniestro es, a la vez, condición y límite de lo bello. No puede darse efecto estético sin que lo siniestro esté, de algún modo, presente en la obra de arte. Hay, sin embargo, casos en que lo siniestro rompe su encierro y asoma por los bordes y los rincones de la obra, construyendo un mundo estable en el que las sensaciones de atracción y repulsa compiten. Uno de esos mundos es el de Niki de Saint Phalle (1930-2002), cuya primera retrospectiva en España se presenta en el Guggenheim de Bilbao.El de Saint Phalle es uno de esos casos en que creación artística y biografía se engarzan tan estrechamente que es imposible comprender una sin la otra. Un mundo en que los opuestos se entremezclan y la belleza, como decía al comienzo, no puede evitar la aparición, por sus costuras, de lo siniestro. Perteneciente a una familia noble francesa, de esas cuyo árbol genealógico se remonta a cuatro o cinco siglos atrás, fué criada entre algodones que encubrían la violencia de los abusos a los que su padre la sometió. Niki nació Marie-Agnès Fal de Saint Phalle en Francia. La crisis de 1929 hizo que su padre se arruinara y ella pasó los tres primeros años de su vida con sus abuelos, mientras sus padres se trasladaban a los Estados Unidos. Criada en un ambiente conservador y rígido, Marie-Agnès fue enviada, por fin, a vivir con sus padres a los siete años, quienes la matricularon, ya con el nombre de Niki, en el Sagrado Corazón de Nueva York.
Comienza muy joven una carrera como modelo profesional, posando para las principales revistas del sector. Muy joven, se va a vivir con Henry Mathews, con quien tuvo dos hijos. Al poco tiempo, se trasladan a vivir a Europa, primero a París, luego a Barcelona, donde nació su segundo hijo. A los treinta años tomó una difícil decisión. Abandonó a su marido y sus hijos para centrarse en la pintura. Fue entonces cuando comenzó a trabajar con Jean Tinguely, con quien se casó más tarde, una relación que duraría hasta la muerte de éste.
El sentimiento de inadaptación, de estar siempre entre dos orillas, es el tema central de la obra de Saint Phalle. Ni europea ni americana, ni mujer de una alta sociedad conformista ni rebelde sin causa; mujer en un mundo (artístico) de hombres. Todo ese cúmulo de contradicciones tiene como resultado una personalidad inestable, en constante conflicto con el mundo y consigo misma, y una obra artística que es su perfecta plasmación: a tiros.
A tiros, sí, porque tras un breve período de iniciación, con el que se abre la exposición, en el que se adivinan sesgos del Art Brut de Dubuffet o el neo-dadá de Rauschenberg; incluso ciertas influencias pop, Niki de Saint Phalle inicia una serie de trabajos titulados Tirs (tiros) en la que las obras tienen una doble fase de producción. En la primera, la artista construye la pieza en el estudio mediante la agregación de materiales diversos: recargados marcos de anticuario, yeso, salpicaduras de pintura... luego, ella y sus amigos se dedicaban a disparar sobre esa misma pieza con una carabina del 22. Tiros reúne de este modo estrategias del neo-dadá, la performance y un sentido de la rebeldía enorme; todo ello salpicado de un sustrato de violencia interior que aflora sin apenas contención. En la serie Maestro antiguo, utiliza varios marcos con un óvalo central, de los utilizados para retratos de pintura clásica. Pero el supuesto retrato ha sido sustituido por plastones de yeso sobre los que la artista arroja pintura para, finalmente, utilizarlos como blanco de tiro. La alusión al árbol genealógico, a la tradición familiar (por ejemplo la suya) y, por lo tanto, al peso de la historia, no puede ser más clara.
En La muerte del patriarca (1972) podemos ver una figura masculina, más bien una especie de espantapájaros, formada sobre un panel negro una camisa y algo así como un pantalón empapados en yeso. De la entrepierna del pantalón sube una maqueta de avión a reacción con evocaciones claramente fálicas. En la parte derecha de lo que sería el torso, la rueda de apertura de una válvula de agua. Sprays de pintura, piezas de juguetes, la maqueta de un coche de carreras, armas, completan el surtido de objetos dispuestos sobre el cuerpo, coronado por una cabeza de tamaño desproporcionadamente pequeño. Aquí es la figura paterna el claro objeto de su ira artística, señalada en ese contraste de tamaños entre la cabeza y el avión-falo.
A la crítica sobre la masculinidad encerrada en la serie Tiros se contrapone la visión de lo femenino, expresada en su serie más conocida: las nanas. Llama la atención, en primer lugar, su representación del cuerpo femenino, sobre todo, si la analizamos en comparación a ella misma, mujer de gran belleza y presencia, que trabajó, como ya he dicho, como modelo. Las nanas se parecen más a la Venus de Willendorf que a una maniquí de alta costura y, además, suelen estar decoradas con colores brillantes, muy en la estética del pop, lo cual les da un aire entre divertido y extravagante, en una celebración de la femineidad: la maternidad, la rotundidad de formas, muy alejada de los estereotipos repetidos por las revistas de moda para las que ella posó un día. Las nanas son una figura de transgresión, llevada a su nivel máximo en Hon (Ella, en sueco) la que produjo para la exposición en el Moderna Museet de Estocolmo en 1966.
Si comparamos la iconografía de las nanas con la del patriarca, vemos claramente la simbología que subyace en la obra de Saint Phalle: el juego contra la violencia, la Naturaleza contra la tecnología, la vida contra la muerte. El eros contra la idea de poder. La mujer contra todo lo que se supone que debe ser el hombre.