La playa de Sainte-Adresse, 1906
En mi memoria está grabada la primera visita que hice al Musée d'Art Moderne de la Ville de París en los años 70, y la impresión que me causó ver el gigantesco mural, de 600m2 de pintura, llamado El Hada Electricidad, de Raoul Dufy (1877-1953). Lo hizo en 1937 para la Exposición Universal de ese mismo año y fue instalado en el museo a mediados de los 60. De él se desprendía optimismo, confianza, e incluso una cierta alegría chispeante que distanciaba al artista de las sombras que se cernían sobre Europa, iniciada ya la Guerra Civil, que trastocaría hasta la historia de España y que en la misma exposición depararía visiones como el Guernica de Picasso.En cierto sentido, puede decirse que Dufy alcanzó, desde la primera década del siglo XX, una posición en el escenario que trazaban las balbucientes vanguardias, aunque ni llegó a insuflarse del todo de su espíritu, ni tuvo jamás la intención de desbordar ciertos límites del clasicismo ni de sumergirse en los horrores de aquel tiempo convulso. Ha permanecido como un pintor amable, instalado en la superficie de la pintura nueva, a la que estima más por su frescura que por su ideario profundo. Ahora, casi 30 años después de la antológica que se le dedicó en 1989 en la Casa de las Alhajas, el Museo Thyssen-Bornemisza, de mano de su conservador Juan Ángel López Manzanares, aborda una revisión de su trabajo que quiere distanciarse de la interpretación que se ha hecho de la obra de Dufy nacida bajo el signo del placer, para, sin obviar ese aspecto, "mostrar la lenta gestación de su lenguaje personal, su búsqueda constante de nuevas soluciones plásticas y, sobre todo, su faceta más introspectiva". Para ello ha reunido casi un centenar de obras entre pinturas, dibujos, ilustraciones, diseños textiles y cerámicas que divididas en cuatro grandes apartados efectúan un recorrido tanto cronológico como metodológico.
El primero, "Del impresionismo al fauvismo" muestra tres de sus obras primeras, imbuidas todavía de conciencia social y el salto efectuado tras el conocimiento de la obra de Matisse, concretamente Lujo, calma, voluptuosidad, que expuesto en 1905 en el Salón de Independientes y que transformaría para siempre su ideario y le llevaría a comprender que frente al realismo impresionista existía "el milagro de la imaginación introducida en el dibujo y el color. Comprendí de repente la nueva mecánica de la pintura". Esa impronta matissiana permanecerá incólume hasta sus obras finales, pero sin alcanzar nunca la intensidad del gran maestro.
Del mismo modo, en el "Período Constructivo", que abarca casi hasta los años veinte, se aproximará, por influencia de Cézanne y junto a Braque, al protocubismo de los años de L'Estaque, pero sin adentrarse luego en los vericuetos y conclusiones con que éste y Picasso forjarían el ideario cubista. Hay en él siempre una estadía en lo real, en una figuración que no puede alejarse de lo inmediato y comprensible. De esos momentos son, sin embargo, uno de los puntos fuertes de la exposición y, también, otro de los más bajos. Los primeros son los dibujos y xilografías que hizo y estampó para ilustrar El Bestiario o Cortejo de Orfeo de Apollinaire. El segundo, y a la contra de la opinión de otros expertos, los intentos de Dufy por una pintura de relación con lo mitológico, como La Gran Bañista, que creo bastante desafortunada.
Especialmente sugerente resulta, sin embargo, el apartado dedicado a sus decoraciones, tanto las textiles que, gracias al apoyo de Poiret, hizo para la firma Blanchini-Férier entre 1912 y 1928, como las cerámicas, realizadas en colaboración con Llorenç Artigas, cuyos "jardines" de interior (pequeñas construcciones en cerámica decorada) harían las delicias de artistas como Guillermo Pérez Villalta o Miquel Navarro que hicieron los suyos décadas después.
Finalmente, "La luz de los colores" resume los principales hallazgos del artista, los fondos coloreados (azules, rojos, amarillos, no puros, pero sí algo si no mondrianescos sí constructivistas), los trazos negros del dibujo, lo abigarrado de las formas, la luminosidad de sus imágenes y lo imprevisto, a veces, de la perspectiva o los puntos de vista. Pinturas agradables siempre, nunca inquietantes o mínimamente turbadoras.
Muchos años después de esa primera visita al Musée d'Art Moderne de París, allí donde se alberga el mural de Dufy se hospedaban dos de las grandes arañas-madre de Louise Bourgeois, y uno no podía dejar de pensar que la explosión de color se difuminaba y desaparecía tras el frío terror de la obra de la escultora.