Vista de la exposición

Galería Elba Benítez. Lorenzo, 11. Madrid. Hasta el 1 de abril. De 4.500 a 50.000 euros.

Aunque a estas alturas resulta francamente difícil determinar a qué podemos llamar arte, creo que un rasgo fundamental sería el de que ensancha nuestra percepción del mundo. A lo largo del tiempo, esto ha significado cosas distintas, y esa es una de las razones por las que ha ido transformándose el arte. En líneas generales, en una era marcada por la velocidad, la omnipotencia de lo económico y la sobreabundancia de imágenes, el arte tendría que detenernos y orientarnos hacia lo desapercibido. La realidad es que buena parte del arte actual participa también de esa conjura de lo vociferante, lo que le facilita competir por nuestra atención en la sociedad del espectáculo. También lo convierte en indistinguible del resto de sus productos.



La exposición de Nicolás Paris (Bogotá, 1977), entonces, funciona como esos anuncios sin voz de la televisión. Ya habíamos dejado de atenderla y de repente, casi de forma instintiva, volvemos a mirarla porque algo anómalo acaba de suceder. El silencio, en el discurrir estruendoso de la realidad, es más llamativo que un grito aún más fuerte. El arte no debería participar en una carrera de decibelios, sino en un ejercicio de susurros, de puntos suspensivos, de paréntesis sin fin. Como en este caso. Las dos salas y el pasillo de la galería están poblados de objetos mudos, de las huellas que dejan al marchar, de las perturbaciones que produce en el aire su llegada inminente. Tomada la exposición como una instalación planeada ex profeso, podemos entenderla como una escuela de lo vulnerable. Tela, harina, ramas, hilo, vegetales en crecimiento son algunas de sus asignaturas. O la escritura de una peonza sobre una superficie de polvo de marmolina, errática y azarosa pero sujeta a leyes tan férreas como la de la gravedad.



Paris ha desarrollado su trayectoria artística vinculada a la idea de enseñanza, de creación de espacios (físicos y metales) de resistencia. A la idea de escuela como dispositivo donde se practica un ocio instructivo (lo contrario de un negocio embrutecedor). Bien es cierto que todo lo dicho no es aparente y no lo deducimos a simple vista. En el registro de lo visible están los mencionados ejercicios de delicadeza, el resto hay que averiguarlo con más o menos dificultad.



Y eso es lo que echo de menos: un desarrollo más explícito del significado de la exposición, un poco de pedagogía para el visitante. Y de esto Paris tiene experiencia, como docente que fue en una escuela infantil de Colombia. Sus ideas pedagógicas proceden de la asociación francesa Les Compagnon du Devoir, que desde los años 70 se propuso educar a través de la experiencia. También del llamado Método Jacotot (1770-1840), que convierte al maestro en mero supervisor de un aprendizaje que el alumno debe realizar por sí mismo. De hecho, Jacotot (cuyo único libro traducido al español está prologado por Rancière) señalaba que la tarea del maestro es esencialmente "sostener la atención".



Y de eso se trata ahora: suspender el vertiginoso torbellino de estímulos y ver. Dejar de ser consumidores de imágenes y permitir que lo exterior tome posesión de nosotros. Concentrarnos en una sola cosa para generar una experiencia que nos transforme y podamos nosotros transformar el mundo.