Vista de la exposición de Nasreen Mohamedi en el Reina Sofía

Museo Reina Sofía. Santa Isabel, 52. Madrid. Hasta el 11 de enero.

En 2007, Roger M. Buergel y Ruth Noack comisariaron la Documenta 12 de Kassel, ese gran acontecimiento que se ha convertido en imprescindible para comprender no sólo el arte que se está produciendo ahora, sino también lo que vendrá. Fue una Documenta muy criticada. Había que mantener casi en secreto que, en realidad, te había interesado, a pesar, era obvio, de que tenía problemas (habría resultado triste que no los tuviera). Era recurrente escuchar que cualquier tiempo pasado fue mejor, es decir, que cualquier Documenta anterior había sido más memorable, incluso aquellas que los mismos habían considerado terribles cuando se inauguraron.



Sin embargo, la de Buergel y Noack ha demostrado ser una Documenta a la que se retorna una y otra vez o, por lo menos, a la que algunas instituciones artísticas de referencia vuelven una y otra vez en su programación. El Museo Reina Sofía es una de ellas. De hecho, su director, Manuel Borja-Villel, estuvo en el jurado internacional que seleccionó el proyecto de los alemanes, con los que parecía compartir algunos intereses. Puede que este regresar a la Documenta 12 tenga que ver con una de esas preguntas que se hacían los comisarios en su proyecto: "¿Es la Antigüedad nuestra Modernidad?". Una cuestión que remitía, entre otros, a un problema, el de la persistencia de las formas, clásico en la disciplina de la historia del arte, sólo hay que pensar en Aby Warburg (tan presente ahora, también en el Reina) y en su enloquecida búsqueda de la ninfa en imágenes producidas en distintos tiempos y, esto es importante, diferentes lugares. Y es en esta pregunta donde se incluyó, en parte, la obra de Nasreen Mohamedi (Karachi, Pakistán, 1937-Baroda, India, 1990) en esa Documenta tan criticada.



Es una obra que exige una búsqueda espiritual que la une a Kandinsky o Malevich, pero también a la mística sufí o la filosofía zen

Mohamedi, a la que ahora el Reina Sofía dedica una muy amplia (quizás demasiado) retrospectiva, que luego viajará al Metropolitan de Nueva York, era una artista casi desconocida en Europa hasta esa Documenta de 2007. Sólo unos pocos conocían aquí su trabajo antes, a pesar de la moda india (al final, una versión más de lo exótico) que dominó el mercado del arte occidental en los 90 y a la que España llegó un poco tarde, esta vez sólo un poco, como demuestran las individuales de los pintores figurativos Bhupen Khakhar, el maestro de Baroda, como se le denominó entonces, y Atul Dodiya, al que se presentó, buscando una genealogía, como su alumno aventajado, organizadas por el museo madrileño en 2002.



Sin embargo, Mohamedi escapó de esta moda, como su obra huye en la exposición del Reina Sofía. Sus dibujos, sus collages, sus pinturas y sus fotografías, apenas expuestas antes, son muy difíciles de clasificar y resultan demasiado singulares. Las comparaciones, muchas veces por analogía, tampoco funcionan, como ocurría con la relación que se estableció con Agnes Martin, también indefinible en Documenta. Existe un exceso en esa abstracción geométrica, que aparenta ser tan depurada, tan restrictiva, tan concreta, como para poder incluirla en una categoría ya existente, aunque se haya intentado.



En Occidente, por herencia de la Ilustración, necesitamos ordenar, taxonomizar, catalogar, tanto que para la presentación de la obra de Mohamedi en Madrid se ha considerado fundamental datar esos trabajos (algunos a partir de recuerdos, tan poco fiables) que la artista raramente fechaba, y que tampoco firmaba, fugándose del tiempo y, por supuesto, del concepto de sujeto-autor occidental (también del mercado), imprescindible todavía para el modo en el que se entiende aquí el arte, a pesar de que se le haya declarado un cadáver en numerosas ocasiones. Unas huidas que hacen imposible una retrospectiva, tal y como se entiende en los museos occidentales este género expositivo, como imposible es la del Reina Sofía, que resulta demasiado forzada en su insistencia cronológica y en la búsqueda de etapas en las que poder clasificar las obras de Mohamedi, un encaje tan artificial que finalmente provoca lo que no pretendía, o quizás sí, y es que el trabajo de la artista no tenga contexto.



Aunque si se recorren despacio esas salas llenas de líneas que se repiten obsesivamente, se encuentra la trampa: la comisaria, Roobina Karode, ha elegido mostrar una página, de entre las muchas que hay de esos cuadernos con mucho de diario que la artista llevaba en su día a día y en la que aparece un listado de artistas (por supuesto, occidentales y hombres) que obligan a situar su trabajo en la estela del Minimalismo y sus antecedentes, olvidando muchas de las cosas que hay en esa abstracción excesiva que parece tan contenida, porque en Mohamedi hay mucho más. En su obra existe una búsqueda espiritual (los minimal del canon, Judd, Flavin y Andre, rechazarían sin duda este adjetivo) que la une, efectivamente, a Kandinsky o Malevich, pero también a la mística sufí o la filosofía zen.



Sin duda, se trata de una exposición que hay que visitar, pero concentrándose en las obras, debe olvidarse la narrativa que se le ha intentado imponer y recordar que esas líneas que se ven son, al final, de fuga.