Charles Wimar: El rastro perdido, 1856

Museo Thyssen-Bornemisza. Paseo del Prado, 8. Madrid. Hasta el 7 de febrero.

La historia del Oeste americano parece conocerse de sobra, aunque tiene mucho de juego infantil, de "corre, corre que te pillan". Sus paisajes -las llanuras, el desierto, los bosques y las montañas- forman parte de un imaginario que compartimos todos. Tienen algo de espejismo, son una alucinación. El cine se encargó de que fuera así casi desde sus inicios, construyendo un relato mítico que tenía mucho de saga épica, pero que ahora se sabe que fue una tragedia, como otros descubrimientos y conquistas lo fueron, porque siempre hay un ganador y demasiados perdedores. En esa narrativa siempre había buenos muy buenos y malos malísimos. Nosotros, porque se trataba de eso, éramos los buenos, y los otros, los malos. El enfrentamiento era una constante: entre los colonos y los indios, los vaqueros y los indios, los soldados del séptimo de caballería y los indios... Estos siempre suponían una amenaza, aunque ni siquiera aparecieran en la pantalla y el argumento tratara de otras luchas, también por el control del territorio, las de los honrados granjeros y los perversos cuatreros. Los pieles rojas estaban al acecho, permanecían escondidos entre las rocas, detrás de los árboles, o en lo alto del desfiladero, esperando con sus arcos a que pasara una carreta o una diligencia, casi fundidos con los paisajes panorámicos en tecnicolor y cinemascope que iluminaban el patio de butacas. Había que construir una Historia, con mayúscula, porque Estados Unidos era un país joven, y de algún modo, la buscaron en ese ir hacia el Oeste, la última frontera.



Buscar el origen de estas imágenes, intentar descubrir de dónde vienen es uno de los objetivos de la exposición La ilusión del Lejano Oeste, que acaba de inaugurarse en el Museo Thyssen-Bornemisza, comisariada por Miguel Ángel Blanco, también el autor de ese particular proyecto que, hace apenas dos años, transformó el Museo del Prado en una gigantesca Cámara de las Maravillas. Se trata de una exposición que responde a la fascinación de este artista, que ha incluido algunas de las cajas de su Biblioteca del bosque en el recorrido, por ese territorio imaginario y sus habitantes, una fascinación que tiene un componente nostálgico, casi melancólico, de algo que se ha perdido y que se sabe irrecuperable, porque ese Lejano Oeste de las películas fue destruido mucho antes o, quizás, nunca existió.



Es la misma nostalgia que nos atrapa cuando se llega a esa penúltima sala en la que se mezclan los carteles de cine con los muñecos de plástico de indios y vaqueros y las ediciones baratas de los libros de Fenimore Cooper, Zane Grey o Marcial Lafuente Estefanía, cuyas páginas habían amarilleado incluso antes de que se hubiesen terminado de leer. Un sentimiento que se aproxima al de lo kitsch, porque nos habla de una vida que ha escapado, la nuestra.



Albert Bierstadt: Las cataratas de San Antonio, 1880-1887

Es un Oeste convertido en espectáculo, en el que Sara Montiel podía ser una sioux y Arizona estar en Almería, y que se producía en serie, preparándolo para su consumo masivo. Pero Blanco va más atrás, de Hollywood a Buffalo Bill, con sus danzas rituales de los nativos traspasadas a la arena de un circo, y Edward S. Curtis, que las preparaba para la cámara fotográfica en las reservas. Y de ellos a la Galería India de George Catlin, personaje fundamental, muy discutido también, que estableció la iconografía de las tribus indias, en esos retratos magníficos con sus protagonistas tocados de plumas y pintados para la guerra, que cautivaron a Charles Baudelaire. Veía en ellos un destello de dandismo, de héroes que se resistían al impulso civilizador, todo lo contrario a Chateaubriand que no había encontrado al buen salvaje entre los Natchez, porque no existía; sólo su aculturación podía liberarles de su crueldad, principal premisa de su novela romántica Atala, que tanto influyó en la literatura europea -y en la pintura a partir de la versión de Girodet- de comienzos del siglo XIX.



El Oeste se descubre también como un extraño paraíso, perdido como el de Milton en esas visiones sublimes de Thomas Cole, de cielos encendidos y profundidades infernales, o en los paisajes crepusculares o de amanecer de Alfred Bierstadt, con sus horizontes casi infinitos, inabarcables, imposibles, que provocaban la sorpresa y la admiración en los espectadores. Un territorio que fue imaginándose a medida que los exploradores, científicos y no tanto, porque había militares y buscadores de tesoros, avanzaban desde el Sureste y el Sur, creando también esos mapas con los que se abre la exposición y que hablan del papel que jugaron los españoles. Mapas que evidencian, no hay que engañarse, lo que de abstracción tenían todas estas representaciones; una abstracción que escondía miles de historias trágicas, aunque en la exposición sea difícil leerlo así.