Sin título, 2015

MUSAC. Avenida de los Reyes Leoneses, 24. León. Hasta el 31 de enero.

Después de los debates sobre fotografía mantenidos en las décadas de los 60 y 70, el inevitable Roland Barthes, poco antes de su muerte, vino a decirle en una conversación a Denis Roche que lo que le preocupaba de la fotografía era que tuviera estilo. Claro, aquello resultaba un tanto contradictorio con las especulaciones anteriores sobre la referencia a una realidad exterior que lo fotográfico parece comportar. De hecho, comportarse como una imagen de estilo es un rasgo que cortocircuita los dogmas sobre su condición de huella del instante y todas esas cosas. Puede que a los teóricos esto les desconcertara un poco, pero a los artistas les resulta muy fácil entender que, por supuesto, la fotografía puede tener un estilo.



Quizá Alberto García-Alix (León, 1956) se riera de este asunto porque es un buen ejemplo de estilista del medio. Tiene muy claros cuáles son los gestos con los que se hace reconocible como fotógrafo. No porque le hayan convertido en el retratista oficial de un periodo de la cultura en este país, sino por ciertas decisiones técnicas, encuadres inconfundibles, y una luz indirecta de tapias y paredes sobre cuerpos tatuados. Una serie de decisiones que le conducen, con infatigable puntualidad, al lugar que ya ocupa desde hace tiempo. Esto, que tiene sus grandes virtudes, también ha cristalizado en un espacio en el que Alix se mueve con soltura y que, a estas alturas, tiene resonancias de un pasado todavía cercano. De este modo, su estilo y su sombra como fotógrafo parecen proyectarse sobre un mismo plano histórico.



La exposición que podemos ver en el MUSAC, Sombras del viento, es una selección de obras de sus últimas series. Se alternan con vitrinas que contienen copias vintage de varias de sus imágenes clásicas, y ejemplares de revistas como la mítica El canto de la tripulación. Entre los temas se encuentra el mundo de la moto con el que el fotógrafo tiene un antiguo vínculo. Aunque la muestra parece llevarlo como reclamo, lo cierto es que las imágenes relacionadas con ese mundo representan una pequeña parte de lo que se expone. Así que, si alguien va buscando emblemas del orgullo motero no va a encontrar muchos porque, además, las obras que se han escogido son particularmente abstractas, basadas en proyecciones de sombras y encuadres fragmentarios. En cambio, el catálogo reúne estas y otras muchas más explícitas y lleva sin ambages el título Moto.



Detalle de Crucifixión, 2012

Parece que el comisario, Nicolás Combarro, y el propio García-Alix, hubieran acordado ofrecer dos discursos paralelos: exposición y catálogo. En la exposición encontramos muchos de sus recursos, ahora con resonancias vanguardistas: dobles exposiciones, contrapicados, dorsos, y una mayor teatralidad que recurre a iluminación artificial como si tratara de romper con algunos de sus "estilemas".



Su fotografía de personajes, que consigue alumbrarlos y adoptarlos como iconos de un particular mundo afectivo, se vuelve algo más esquiva y manierista. Pero seguimos reconociendo ese lugar fotográfico con el que García-Alix consiguió encapsular una época con su mezcla de dignidad y "canalleo", como si nos devolviera el reflejo de lo bueno que tuviera aquel momento bajo la forma de un amor a la libertad individual que recorre las poses siempre desafiantes de sus personajes. Personajes, por cierto, entre los que se encuentra él mismo con sus autorretratos como otro icono cultural al que habría que estudiar en relación a un proceso más complejo. Tal vez, en complicidad con otros artistas y cineastas que crearon precisamente el imaginario de una libertad, demasiado cosmética para algunos, en un país sin duda necesitado de los gestos de la provocación.



Sea como sea, ver una nueva exposición de Alberto García-Alix conlleva, inevitablemente, el reconocimiento de una iconografía integrada en nuestra historia colectiva.