Evelyn I, de la serie La manzana de Adán, 1987. ©Paz Errázuriz
Se despeja el negro de la pantalla y se ve a un cerdo tirando de algo que parece un cordón; es blanco y gelatinoso. El cerdo tira y tira mientras el plano se amplía, descubriendo de dónde viene ese extraño cordón. Son unas entrañas. Se escucha cómo corre el agua. Va manchada de sangre. Una puerta se abre. Alguien arrastra a un cordero. Lo degüella. La sangre mana. La ceremonia ha comenzado. El cordero es desollado, colgado y abierto en canal. El matarife arranca las vísceras. La carne todavía palpita. La pantalla vuelve al negro. Tal vez consista en empezar por el final, como en este vídeo de la fotógrafa chilena Paz Errázuriz (Santiago de Chile, 1944), con el que se cierra la antológica que la Fundación Mapfre le dedica tras haber representado a su país en la última Bienal de Venecia y recibir el premio PhotoEspaña.Hay que comenzar por donde se acaba, alterando el desarrollo que se considera normal y cambiando la percepción del tiempo, un tiempo que es circular, sin fin y sin límites, como quizás también lo es la historia, aunque puede que no la realidad, al menos la que nos enseñan a entender, siempre encerrada. Es una obra extraña en la trayectoria de Errázuriz, un ensayo que deja al descubierto algunas de las estrategias que han definido su producción. Un vídeo descarnado, que presenta la realidad sin filtros, más allá del de su mirada, una mirada casi de forense, y que apenas esconde nada, diseccionando el acto que graba y también al que luego lo mira. Habla de sacrificio, de hecho, ese es su título, El sacrificio. Reproduce un rito con algo de caníbal, que fue filmado en 1989, año de cambios en Chile porque la dictadura de Pinochet parecía acabarse y se avanzaba hacia una transición democrática, pero que tardó en hacerse público porque no se trataba sólo de una reflexión sobre un lugar y una situación concretas, sino sobre todos los que son sacrificados debido a que escapan de lo que se ha impuesto como norma y se cree normal.
Estos sacrificados han sido expulsados a los bordes, a lugares a los que es difícil acceder o a los que se prefiere no llegar. Sin embargo, Errázuriz muy temprano decidió que eran estas fronteras las que quería transitar, quebrándolas, y representar, presentar, a aquellos que no se quiere ver, a quienes no se desea mirar. Pronto abandonó esos retratos infantiles de su día a día -era maestra de educación básica-, y con los que de alguna forma aprendió a fotografiar, para lanzarse a las calles y retratar a los que las habitaban. Eran imágenes de vagabundos durmiendo, en su serie Los dormidos, o viviendo la calle que contrastaban, en Personas, con otras que tomaba en las fiestas y reuniones de las clases altas de Santiago, de esos que se estaban enriqueciendo a costa de los que eran sacrificados. Este estar siempre afuera hizo que se convirtiera además en testigo de la resistencia contra la dictadura de Pinochet, acompañando a los que luchaban con sus fotografías.
Las juezas, de la serie Vejez, 1983. ©Paz Errázuriz
Es otro concepto de lo bello, una "estética del deterioro", como la ha calificado Nelly Richard, que escapa de lo normativo, de lo que se supone que se tiene que ver, como sucede con su trabajo sobre la vejez en los magníficos desnudos de Cuerpos o en sus fotografías de la cotidianidad en las residencias de ancianos. Lugares que pueden ser de la exclusión, en los que se recluye a aquellos a los que es mejor no contemplar, como ocurre en los hospitales psiquiátricos, a cuyos habitantes dedica varias series, forzando al espectador a que se pregunte sobre cómo se ha establecido una idea de normalidad. En definitiva, toda la obra de Errázuriz deja a la vista lo que la mirada no espera.