Vista de la exposición de Ibon Aranberri en la galería Elba Benítez

Galería Elba Benítez. San Lorenzo, 11. Madrid. Hasta mediados de abril. De 10.000 a 70.000€

Ocho años han pasado desde que Ibon Aranberri (Deba, 1969) expuso individualmente en Madrid por última y hasta ahora única vez, en la galería Pepe Cobo (2007). Y aunque en este tiempo ha mostrado su trabajo en el Monasterio de Silos (2010), en la Fundació Tàpies (2011) y en algunas colectivas, la expectación era grande y lógica, tratándose de un creador que se adentra con cierto riesgo en complejidades poco acostumbradas, tanto en sus indagaciones históricas como en la formalización de las mismas. La trayectoria internacional de Aranberri fue meteórica en la pasada década, a partir de su participación en Manifesta 4 (Frankfurt, 2002) y en la Documenta de Kassel (2007), luego optó por un perfil más bajo, dosificando sus apariciones y dedicándose a la enseñanza. En 2014 regresó con una pequeña muestra en la Secession de Viena que obedecía a un planteamiento similar al que encontramos aquí: la resignificación de sus propias obras.



Para Aranberri la exposición es siempre una instalación (él repudia el término) en la que las obras se transforman a través de la relación con el espacio y con los dispositivos expositivos como en sus interacciones semánticas. Elba Benítez, por su parte, concibe su galería como un laboratorio en el que mostrar no sólo obras acabadas sino también procesos artísticos. Con esas premisas, es perfectamente lícito que el artista reelabore trabajos anteriores con intención experimental y autorreferencial.



El problema no es tanto que la mitad de lo expuesto ya se hubiera visto: es sobre todo que las fotografías tienen poca entidad como piezas individuales, sin alcanzar a conformar un cúmulo con vuelo plástico y/o peso documental. Muchas de las fotografías de las iglesias o monumentos desmontados y reconstruidos en otro lugar ya estuvieron en Gramática de Meseta (Silos) y, formando parte de un diaporama, en Organigrama (Barcelona). En ambas, las imágenes se disponían sobre estructuras con mucho de escultórico de las que ha prescindido aquí, dejando a las inexpresivas (es intencionado; las encarga a profesionales de la construcción) fotografías la difícil tarea de defenderse por sí solas.



Vista de la exposición de Ibon Aranberri

El capítulo escultórico, más robusto, combina obras ya expuestas (en la Secession) y otras nuevas. Son soberbias reflexiones tridimensionales sobre el asunto, muy trabajado por Aranberri, del monumento en su relación con el paisaje y con el poder que lo manipula. Retoman también el ensayo plástico sobre las "estructuras" o los esqueletos como elementos que sostienen información, las formas y lo informe, y que adquieren un estatus artístico y un sentido diferentes cuando se separan de aquello que apuntalan.



Son dos variantes de combinación (y desvinculación) de exoesqueleto y "masa". La del exterior es amorfa; la del interior es un "molde" de la estatua de Unamuno que hizo Pablo Serrano para Salamanca. Los valores espirituales y épicos que el escritor atribuyó a la Meseta, me aclara Aranberri, fueron instrumentalizados propagandísticamente por compañías energéticas que construyeron durante el franquismo grandes infraestructuras en el Duero, alguna de las cuales encargó a Pablo Serrano actuaciones de interiorismo para las centrales eléctricas.



Pero el espectador se quedará sin conocer estos y otros importantes datos, ya que el artista ha preferido una presentación "formalista y opaca" acorde con la idea de "desaparición" de los monumentos, en el "vaciado" de la escultura y en la manera de fotografiar las iglesias, reducidas a superficies de piedras numeradas que nos escatiman la imagen completa. En ese visitante no advertido, no cabe sino esperar, y Aranberri debe ser consciente, un sentimiento de frustración. Es su elección.



@ElenaVozmediano