Si vieron la exposición de Julia Margaret Cameron (Calcuta, 1815 - Ceilán, 1879) en la Fundación Juan March, hace ya treinta años, la tendrán grabada en la memoria. Eran raras entonces las muestras de fotografía. Y más de autores decimonónicos. Y más aún de fotógrafas. Ahora se conoce mejor su trabajo pero no dejará de sorprender, tanto por la peculiaridad estilística como por la singularidad del personaje. Organizada por el Victoria & Albert Museum con motivo del bicentenario del nacimiento de la artista, la itinerancia comenzó a finales de 2014 en Moscú, ha pasado ya por Gante, Sídney y Londres, y terminará en Tokio.
Para el museo londinense, que inauguró con ella sus nuevas salas de fotografía, se trataba de una conmemoración doble, pues allí hizo Cameron su única exposición individual en vida, en 1865. El centenario fue también celebrado en Londres por el Science Museum, exponiendo el álbum de 94 fotografías que Cameron regaló al sabio John Herschel, quien la inició en la ciencia (así se consideraba) fotográfica. Ese álbum fue la primera obra de arte sobre el que el gobierno impuso una prohibición de exportación, en 1975, lo que da idea de la estima de la que goza en su país.
Marta Weiss, conservadora de fotografía del V&A y comisaria de la muestra, la ha estructurado en base a una serie de ideas sobre su propio trabajo que Cameron expresaba en respectivas cartas. La mayoría de sus obras las realizó en solo una década, entre 1864 y 1874, con un estilo definido desde el primer momento. Tenía casi 50 años cuando decidió hacerse fotógrafa, tras regalarle sus hijos una cámara para que se entretuviera en su nueva casa de la Isla de Wight. Pero jamás fue una aficionada. Tenía formación intelectual, posición social, contactos artísticos, ambición insensata e inmodestia desmedida. Llevaba solo año y medio haciendo fotografías cuando ya estaba solicitando una exposición en el South Kensington Museum (hoy V&A) y pidiendo a su director, Henry Cole, que le comprara algunas obras... y lo consiguió. No veía otro "techo de cristal" que el de su Glass House, el gallinero convertido en estudio en el que acorralaba con severidad a quienes accedían a posar para ella.
En un momento en que la fotografía no tenía claro si era un arte, ella abogó por ello: además, no podía optar por una carrera como fotógrafa comercial (por encargo) pues su estatus social (era de familia aristocrática) lo vetaba. La crítica estuvo dividida: la prensa generalista se puso a sus pies pero la especializada la despellejó, condenando sus desenfocados, sus chapucerías técnicas y sus acartonadas composiciones de tema religioso o literario. Cuando esas son, hoy, las "cualidades" que más apreciamos en su obra.
El capítulo de la exposición 'Sus errores eran sus éxitos', que reúne accidentes, experimentos y copias fallidas por diversos deterioros químicos, que nunca llegó a dominar, es quizá el más interesante. La fotografía no es en Cameron un medio "transparente" sino que su cocina técnica, tan compleja y laboriosa en esa época del colodión y la albúmina, es visible en la configuración de la imagen. Asimismo, sus teatralizaciones no disimulan la condición low cost del vestuario (cuatro telas, las más de las veces) o la inexistencia de decorados. La identificación de las figuras y los temas sería casi imposible sin los títulos, lo cual no significa que no fueran relevantes.
Pero muchos más aspectos merecen en ella la atención, como el contexto colonial que intensamente habitó (nació en India y murió en Ceilán), su posición en los debates religiosos de la época (era católica), su determinación por hacerse valorar y obtener ingresos a través de su trabajo, sus logros como mujer artista en un momento en que, sí, había fotógrafas con actividad comercial y presencia en las sociedades fotográficas pero sin el reconocimiento público al que ella aspiraba (atención a las obras de Clementina Hawarden en la muestra) o su condición de "madre" del pictorialismo.