Manet: El ballet español, 1862 (detalle)
En esta exposición, Impresionistas y modernos, y a pesar de que en su título se incluya la palabra impresionista, lo interesante no es únicamente ver los cuadros de Claude Monet o de Alfred Sisley, magníficos, sobre todo el paisaje nevado de este último, sino la posibilidad de contemplar en muy pocas salas el relato canónico de la historia de la pintura de casi los dos últimos siglos: desde principios del siglo XIX hasta el comienzo de la segunda mitad del siglo XX, a través de las obras de unas de las colecciones privadas estadounidenses más importantes, la Phillips en Washington.El título engaña. Hay impresionistas, desde luego, aunque muy pocos si somos estrictos: además de Monet y Sisley, están Berthe Morisot y Edgard Degas, aunque este último siempre fue un excéntrico y no le gustaba esa denominación, prefería la de realista. Sin embargo, en las salas del CaixaForum de Madrid puede verse mucho más: esta muestra es un paseo, breve y muy didáctico, por la historia de la modernidad pictórica. Todos los artistas incluidos en Impresionistas y modernos son modernos, y aquí habría que subrayar que, por supuesto, los impresionistas también, aunque el nombre de la exposición parezca sacarlos de esa categoría.
Eran tan modernos que con ellos sucedía lo que ocurre hoy con muchos artistas actuales, no eran comprendidos porque sus asuntos y sus elecciones formales no respondían a los cánones establecidos, fijados por una institución que terminó siendo tan siniestra como fue la Academia de París. De hecho, podríamos decir casi que fue la oposición a las rígidas normas de esa academia, la que fue construyendo este relato de la modernidad artística hasta casi la primera década del siglo XX.Es una exposición que tiene impresionistas, sí, pero en la que hay mucho más
En la exposición, esta narración, la que era canónica, aunque ya ha sido revisada, comienza con Jean-Auguste-Dominique Ingres y Eugéne Delacroix que representaban las dos corrientes fundamentales, y que se han querido enfrentadas, de comienzos del XIX: el romanticismo de la línea y el del color. De Ingres, del que se pudo ver hace poco una fantástica exposición en el Museo del Prado, está La pequeña bañista (1780-1867), uno de sus cuadros de harén, y de Delacroix, también seducido por Oriente, una escena de caballos desbocados saliendo del agua conducidos por un árabe y que transmite muy bien ese concepto de energía que condensaba su pintura.
Jackson Pollock: Composición, 1938 (detalle)
A partir de ese comienzo de las vanguardias, el discurso de la exposición cambia y las salas se organizan por ejes temáticos, la vida íntima y la naturaleza como expresión, en las que se mezclan los movimientos y en las que destacan las pinturas de Henri Matisse, una de sus ventanas, Wassily Kandinsky, una abstracción, y Georgia O'Keeffe, uno de sus retratos vegetales, anunciando esa vuelta a lo cronológico que es la última sala dedicada al expresionismo abstracto y en la que se produce un cambio evidente: el salto de Europa a Estados Unidos, reforzando esa idea de una triunfante nueva modernidad puramente americana que nos ha querido contar la historiografía estadounidense, y en la que destacan un lienzo temprano de Jackson Pollock, uno de campos de color de Mark Rothko, y una pintura de líneas de Morris Louis. Un interesante final para una exposición que tiene impresionistas, sí, pero en la que hay mucho más.