Medias y luces en sus instalaciones. Foto: Roberto Ruiz
En 1998, una familia australiana invitó a Pablo Guerrero a su país. Era un viaje de negocios que terminó convirtiéndose en la visita a una utopía, a ese lugar añorado en el que todo parece hacerse bien, en el que las cosas funcionan y en el que la gente se ayuda para prosperar. Por esto, la ropa de algodón que confecciona y vende se llama Sydney; por esto también, sus tiendas tienen el nombre de la capital de Australia.De algún modo, Guerrero ha querido convertir esas tiendas en pequeñas islas de esa utopía en Perú, colonias mínimas que se rigen por su propio código, el de los principios Sydney, en los que también se esconde una intención evangelizadora porque Guerrero, un hombre hecho a sí mismo que llegó a Lima sin nada y empezó vendiendo en la calle y produciendo su ropa en un pequeño taller ilegal, tiene mucho de predicador y cada mes reúne a sus empleados en charlas en las que la Biblia y los libros de autoayuda parecen mezclarse con el único propósito de conseguir motivarlos. Es una historia que hoy puede fascinar: la de un nuevo tipo de héroe al que aspirar, uno de la hipermodernidad. Al final, un mito ejemplarizante que parece repetirse en todos los países, aunque en cada lugar lo hace con sus particularidades.
Quizás sea esto lo que ha llevado a Daniel Jacoby (Lima, 1985) a comenzar una serie de esculturas e instalaciones en las que Sydney deja de ser ese espacio imaginado y se transforma en un personaje, el protagonista de un fábula que se va contando a través de los títulos de las obras en los que se resume lo que le va sucediendo. Sydney no tendría nada que ocultar, si otros no tuvieran nada que temer se llama la exposición que ahora presenta en MaisterraValbuena, su segunda individual en esta galería, poco después del éxito que logró con otra instalación de la misma serie en la sección Statements de la feria de Basiela el pasado junio.
Jacoby nos lleva a una de esas tiendas limeñas, puede que sea a una de las de la cadena Sydney de Guerrero, o igual es a los pasillos de ese centro comercial llamado Polvos azules que se construyó para acoger los heterogéneos negocios de los vendedores ambulantes, un pasaje en el que, como sucedía en los parisinos del siglo XIX, no termina de distinguirse muy bien si se está dentro o fuera, si se mira a través del escaparate o te miran a través de él, qué se exhibe o a quién se exhibe. Las paredes están cubiertas de azul oscuro y las salas sólo se iluminan con pequeñas luces led que recuerdan tanto a un cielo estrellado, demasiado ordenado, como a los luminosos que a veces ciegan en las calles de las ciudades, contradiciendo la que debería ser su función, obligar a ver.De un modo muy inteligente se entrecruzan lo sensual del formalismo y lo sofisticado del contenido
El tiempo también se detiene, la sensación que se tiene es que no pasa, en este interior no cambia la luz, no se sabe si es de noche o de día, si es por la mañana o por la tarde, como ocurre cuando entras en unos grandes almacenes. El espacio está habitado por esculturas en las que se entrelazan formas y colores y que remiten al juego, a los mecanos de la infancia, y a esa forma de mostrar la mercancía que tenían las antiguas mercerías y corseterías y que hoy nos resulta extraña, aunque todavía pueda encontrarse. Es un modo de enseñar en el que se prima la calidad sobre la estética y los soportes, abstracciones del cuerpo, tan extremas como muchas de las de los modelos actuales, llevan hasta el límite la resistencia de los tejidos de esas prendas interiores. Se trata de una exposición en la que de un modo muy inteligente se entrecruzan lo sensual del formalismo y lo sofisticado del contenido.