Image: Abrazados a Renoir

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Exposiciones

Abrazados a Renoir

14 octubre, 2016 02:00

Baños en el Sena, 1869, expuesto en el Museo Thyssen-Bornemisza y que viene de The State Pushkin Museum of Fine Arts de Moscú

Por fin llega a Madrid la mayor retrospectiva dedicada en España a Renoir, el artista de le joie de vivre y figura clave del Impresionismo francés. Será el próximo martes en el Museo Thyssen-Bornemisza, con más de 75 obras procedentes de colecciones como el Art Institute de Chicago, la National Gallery de Londres o el Metropolitan de Nueva York. Un mirada a la Intimidad del pintor, dice el título, que se extiende también a Barcelona, donde la Fundación Mapfre revive su ideal femenino con Renoir entre mujeres. Imprescindibles.

Pesa sobre Pierre-Auguste Renoir (1841-1919) un dictamen que a un pintor moderno suele costarle muy caro, y es que sus cuadros son bellos. Quizás este término no sea del todo exacto y resulte demasiado serio para el caso; digamos mejor que sus cuadros son amables, que carecen del dramatismo y la tensión que, como mínimo, se exigen a un vanguardista. Y ciertamente, si con idéntica pincelada y composición hubiera plasmado un mundo de fealdad, la posteridad se habría rendido a sus pies. No lo hizo. Por eso seguramente, hace justo un año, con motivo de una exposición del pintor en el Museo de Bellas Artes de Boston, se llevó a cabo a sus puertas una pequeña manifestación cuya consigna era, traduzco, "Renoir apesta como pintor". Otros enarbolaban carteles en que podía leerse "Dios odia a Renoir". Me llama la atención la vehemencia de estas críticas, que no se emplea, por ejemplo, para opinar sobre las obras de Jeff Koons, cuyas piezas mejores son tan kitsch como las peores de Renoir. Es interesante observar también cómo en el caso de este último se produce un divorcio absoluto entre el gusto del público generalista y el de los presuntos entendidos: el primero adora a Renoir y no duda en comprarse un póster, mientras que los segundos consideran que empacha la mirada como si contempláramos almíbar.

¿Y yo qué opino? Pues a mí me gustaría vivir en Baile en el Moulin de La Galette (1876) -ahora en la Fundación Mapfre en Barcelona- o estar sentado a la mesa de El almuerzo de los remeros (1880). Se me ocurren pocos lugares tan felices. Son dos cuadros que no están en esta exposición, pero sí otros donde también residiría encantado, como en Baños en el Sena (La Grenouillère) (1869) o Almuerzo en el Restaurant Fournaise (1875). Menos conocidos que los primeros, plasman como ellos la bulliciosa vida social de un París en el que la modernización había hecho saltar por los aires las barreras sociales. También, como en ellos, lo sedoso y lo frondoso son cualidades visuales pero también táctiles. Como también sucede con los de Van Gogh, son cuadros que diríamos que casi se puedan tocar con la vista. Este es precisamente el argumento que Guillermo Solana, comisario de la exposición que el Museo Thyssen dedidca al pintor, ha elegido para construir la muestra: que el Impresionismo, un lenguaje pictórico que siempre hemos considerado eminentemente óptico, demanda, en el caso de Renoir, el concurso del sentido del tacto. Y que las sugerencias táctiles, de volumen, materia o texturas se convierten en protagonistas de sus lienzos.

Frente a la pintura de temas eternos, Renoir se lanzó a pintar lo que veía: lo verdadero por cambiante

Los cuadros de Renoir que, ya he dicho, hoy se admiten perfectamente en cualquier cuarto de estar, fueron en su día, como lo fue el Impresionismo en general, motivo del más áspero rechazo. Si del cuadro de Monet, Impresión del sol naciente (1872), que dio origen al término Impresionismo, escribió Louis Leroy "el papel pintado en estado embrionario está aún más acabado que esta marina", el mismo crítico describió un desnudo de Renoir como "un amasijo de carne putrefacta".

Retrato de la mujer de Monet, 1872-74 (Museo Calouste Gulbenkian, Lisboa)

Y es que los que se consideraba convencionalmente cuadros bien pintados eran los de Cabanel o Bougereau, cuyas señoritas desnudas tienen la nitidez de un póster de Playboy. Por el contrario, frente a esta pintura de temas eternos por irreales (o viceversa), un grupo de jóvenes se lanzaron al campo a pintar lo que veían: lo verdadero por visible y cambiante. Alfred Sisley, Camille Pisarro, Claude Monet, Frédéric Bazille, Pierre-Auguste Renoir y algunos más, fueron los primeros que pintaron un cuadro de principio a fin al aire libre, no bajo la luz matizada o artificial del estudio. Tal vez por eso, ante sus lienzos blanqueados por la luz solar, tuvieron que recurrir a colores intensos. Querían además experimentar teorías recientes: la de que los colores contiguos se mezclan en la retina, y que los complementarios se realzan mutuamente. Para probarlo decidieron fragmentar la pincelada y yuxtaponer los colores puros sobre el lienzo. El resultado fue valorado en estos términos: "Unte con blanco o negro tres cuartas partes de un lienzo, frótelo con restos de amarillo, aplique al azar algunas manchas rojas y azules, y obtendrá una impresión de primavera ante la cual sus adeptos quedarán extasiados". No es de extrañar que los impresionistas decidieran crear una sociedad y buscar un lugar donde celebrar sus exposiciones, al margen de los salones oficiales.



La exposición que vemos en el Thyssen se divide en cinco apartados. El primero corresponde a la etapa más radicalmente impresionista de Renoir, de 1869 a 1880 (la primera exposición del movimiento se celebró en 1874) y en ella encontraremos cuadros memorables. Uno de ellos es el ya mencionado, dedicado a La Grenouillère. Como Renoir arrastró a su amigo Monet hasta ese merendero de moda, se da la circunstancia de que ambos pintaron varios cuadros exactamente desde el mismo punto de vista. Hay otro cuadro magistral, Después del almuerzo (1879), en que una morena y una rubia acompañan a un caballero que aparenta indiferencia mientras, con los ojos cerrados, enciende un cigarro. A comienzos de la década de 1880 Renoir perdió el interés por la experimentación impresionista (incluso dejó de exponer con el grupo). Volvió a dar mayor importancia al dibujo y retomó sus devociones clasicistas, que iban de Rafael a Ingrés (y yo añadirá a Rubens). Este cambio de orientación es muy visible en sus retratos, la segunda sección de la exposición. Entre los mejores aquí presentes se cuenta el de los hermanos Charles y Georges Durand-Ruel, (1882), hijos del célebre marchante. También el titulado La trenza, en el que una muchacha opulenta (Suzanne Valadon, modelo de muchos de estos pintores y luego pintora ella misma) trenza su cabello pensativa.

La Valadon, podemos comprobarlo en las fotografías, tenía un rostro particularmente achatado, sin embargo ese canon redondeado y nada esbelto se convirtió en el habitual de los retratos de Renoir. El pintor había logrado una gran reputación como retratista y son muy numerosas sus obras de este género. Entre su abrumadora producción, que se calcula en más de 6.000 cuadros, la figura femenina y el desnudo, son temas que se repiten una y otra vez. En esta exposición están presentes mediante un conjunto de bañistas, unas veces en plena naturaleza y otras en la intimidad del hogar. Renoir se distingue en esto de sus compañeros impresionistas que, salvo Degas, rechazaban el desnudo por considerarlo académico. Hay dos apartados más, el dedicado a los retratos familiares y el que se centra en el paisaje. La costa de Normadía y algunos enclaves del sur de Italia e incluso la Montaña de Sainte Victoire, que ya por aquellos años pintaba obsesivamente Cezanne, aparecen en estos lienzos.

Renoir fue el autor de algunos cuadros que ocupan por derecho propio un lugar de honor en la historia de la pintura, y de muchos otros que parecen producto de una especie de frenesí, de un priapismo del pincel. Al final de su vida, aquejado de un terrible reuma, le ataban el pincel a la mano vendada, exhausta de pintar tanto color, tanta carne, tanta luz.