Raoul Dufy: Detalle de L´Estacade du Casino Marie-Christine à Sainte-Adresse, 1906

Fundación Mapfre. Paseo de Recoletos, 23. Madrid. Hasta el 29 de enero.

La historia es bien sabida pero no por eso deja de tener gracia. Impresionismo, fauvismo y cubismo, términos que pertenecen al ámbito de la alta cultura, fueron en su origen exabruptos o descalificaciones. Los formularon los críticos que en su día se enfrentaron a cuadros de Monet, Matisse y Braque, respectivamente, y los encontraron lamentablemente pintados. Tan escandalizados estaban que, en el primer caso, Louis Leroy escribió que aquellas, más que representaciones, eran "impresiones". Por su parte, ante un paisaje geometrizado de Braque Louis Vauxcelles dijo que no veía más que un montón de cubos. Y el mismo Vauxcelles, cuando entró en el Salón de Otoño de 1905 y se encontró con un puñado de cuadros furiosamente coloristas en torno a una escultura académica, no pudo por menos que exclamar: "¡Pero si es Donatello en medio de las fieras!".



Esas fieras, fauves en francés, fueron pues un grupo de pintores que antepusieron el color a cualquier otro valor en un cuadro. Tengamos en cuenta que varios siglos de pintura clásica habían asentado la idea de que un cuadro es sobre todo dibujo y línea, y el color un complemente que aumentaba el parecido con el mundo real. Así pues, los colores puros y subjetivos de Matisse, Derain y Vlaminck eran un zarpazo en las convenciones y un sobresalto en la retina. Cualquiera les hubiera llamado fieras.



Si somos precisos, el fauvismo era una especie de compuesto artístico cuya fórmula podemos ahora desvelar. Era el resultado de combinar la utilización directa del color a la que se atrevieron los impresionistas, junto con la renuncia a su aplicación realista, tal y como lo hiciera Gauguin. Añadamos a ello unas gotas del divisionismo de Signac y dejémoslo reposar en la consideración de que con tanto puntito no había manera de dotar de entidad a las figuras. La despreocupación por lo real visible, propia de una formación que se desarrolló en el estudio de un pintor simbolista y las elevadas temperaturas de una maduración en el verano mediterráneo ligan la mezcla para dar el resultado que conocemos. Tan imaginaria como esta receta es la convención de unas fechas para encerrar el fauvismo. Antes del salón de 1905 hubo prolegómenos, del mismo modo que tiempo después habría epílogos, por no decir que la figura que abandera el movimiento, Matisse, no se agota en el fauvismo ni mucho menos.



Todo esto se puede ver con claridad en esta exposición que vemos en la Fundación Mapfre. En su primera sala, la dedicada a los años de formación, encontramos a Albert Marquet, Henri Manguin, Charles Camon, Roualt y Matisse aprendiendo a pintar en el estudio de Gustave Moreau. Un pintor por entonces misántropo y colorista, que animaba a sus discípulos, simultáneamente, a conocer a fondo a los maestros del Louvre y a desentenderse de ellos. Es revelador encontrar junto a los desnudos más convencionales de Marquet y Manguin otro tiznado de verde de Matisse, que apunta a esa libertad colorista que marcará su entera trayectoria. La siguiente sala es una completa panorámica de los artistas del grupo en un verano, el de 1905, que resultaría decisivo. Matisse y Derain se instalaron en Collioure y codo con codo fueron convirtiendo el puntillismo del que partían en superficies planas, saturadas de color.Manguin, Camoin y Marquet se reunieron en la Costa Azul, donde la luz del Mediterráneo introdujo un cromatismo vibrante y desconocido en sus lienzos. Es curioso que Vlaminck, que permaneció en Chatou, cerca de París y por tanto en una atmósfera más lóbrega que el resto, fuera quien pintó los cuadros más salvajes de los fauves.



En otras dos las podemos ver los diferentes rumbos que tomó luego el fauvismo, con la incorporación de otros pintores, Raoul Dufy y Georges Braque entre los más destacados. En 1906 Derain pintó en Londres algunos de los cuadros más imponentes del fauvismo y Dufy alguno de los más alegres. Al año siguiente sin embargo, el grupo parece dispersarse para tomar caminos artísticos diversos. Algunos hacia el cubismo y otros hacia lugares próximos al expresionismo. Hay sin embargo una sala que recomiendo en especial y es la dedicada a los retratos y los autorretratos de estos artistas. En ellas podemos ver una galería de rostros en la que, por ejemplo, Marquet o Camoin se pintan de forma mucho más convencional que como se atreven a hacerlo en sus cuadros. O cómo Derain pinta a Vlaminck con un descaro tan brutal como el que este empleaba para el paisaje.



En definitiva, creo que aunque la exposición hubiera ganado en intensidad con algunas obras menos (sobre todo en ese epílogo posterior a 1907) es un auténtico festín para los ojos. En estos cuadros las batallas que libra el color con la realidad las gana siempre el color. Cuando sales a la calle es como si con el otoño se hubiera descolorido el mundo.