Bodegón con quesos, almendras y panecillos, 1612-1615
En 2019 se cumplirán doscientos años de la inauguración del Museo de Prado y, sin embargo, la exposición centrada en la obra de la pintora flamenca Clara Peeters (1590-1621) es la primera en toda su historia dedicada a una artista. Este es un hecho que se ha destacado en la nota de prensa, como si así se hiciera por fin justicia a la producción de aquellas mujeres que han sido olvidadas por la Historia del Arte, con mayúsculas, y por el Museo, con más mayúsculas. Parecería, casi, que con esta muestra ya se ha cumplido, se ha subsanado un error histórico, y la cuestión no es esa, sino qué va a suceder a partir de ahora, incluso en otros lugares del museo que no son las salas de temporales, porque Peeters puede terminar por convertirse en la excepción que confirma la regla y ya se sabe, a mí me lo enseñó una gran maestra, que uno de los problemas más graves de esa Historia del Arte con mayúsculas es que se escribió a partir de excepciones, las de los genios y sus obras geniales, apartando aquello que escapaba de esa categoría.La de genio es una categoría tramposa, tanto como esa pregunta que utilizó Linda Nochlin para titular su ensayo pionero, ese que derrumbó la mayúscula de Historia, ¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas?, escrito en 1971. Va a hacer cincuenta años de su publicación y sólo hay que pensar lo que aquí se ha tardado en asumir sus planteamientos y, más, lo que ha tardado El Prado. Ha tardado, quizás, porque sus galerías están llenas de excepciones (habría que ver qué se ha dejado en los almacenes) o quizás también porque se ha creído que esos nuevos relatos que rompían el impuesto eran cosa de la contemporaneidad y no tenían por qué considerarse en un museo dedicado, sobre todo, al arte de la Edad Moderna. Es otra de las trampas, como el interrogante del artículo de Nochlin que ella se dedica a desmontar, analizando qué es eso de gran artista, yendo en contra de ese concepto de genialidad que se daba por natural porque se obvió que los genios no nacieron, sino que se hicieron o los hicieron, había toda una serie de instituciones y disciplinas produciéndolos. La formación de los artistas se basaba en el estudio de la anatomía y en el dibujo de modelo del natural y el acceso a estas sesiones estaba prohibido a las mujeres, como consecuencia era casi imposible que se dedicaran a los llamados grandes géneros, la pintura de historia y la religiosa, tan llenos de desnudos, y, por tanto, no podían entrar en esa etiqueta de gran artista ya que estaban limitadas a los géneros menores, los bodegones, tan banales, y los retratos, tan vestidos, alejados del ideal al que debían aspirar los artistas.
Por todo esto, seguro, Clara Peeters ha estado más tiempo fuera que en las galerías del Prado, porque su producción, corta (y aquí se podría añadir el problema de las atribuciones que han favorecido a los artistas hombres), se limitaba a un género menor, al bodegón, a unos bodegones magníficos en los que innovó, introduciendo asuntos que antes se creían vulgares, como el pescado, demasiado común como alimento en esa época. Se pegó a lo real, a pesar de que sus cuadros esconden muchos significados, y se incluyó en bastantes de ellos, como un reflejo, subrayando su carácter de sujeto de la representación, no de objeto para ser mirado, papel al que se había intentado relegar a las mujeres, transformándolas en musas. En la exposición, no hay que perdérsela, hay quince bodegones maravillosos de Peeters, pero se ha añadido uno de Brueghel con figura de Rubens. ¿Para qué?, ¿por qué? Porque se ha vuelto a caer en la trampa, otra vez. ¿Qué ocurrirá en El Prado a partir de ahora? ¿Se convertirá Peeters en la excepción que confirme la norma?