Vista de la exposición con The Western Freeze y, al fondo, Sunrise

García Galería. Dr. Fourquet, 8. Madrid. Hasta el 25 de marzo. De 2.000 a 3.000 €

"Los dioses del Partenón, a los que ataca la atmósfera londinense, se van convirtiendo en algo parecido a un cadáver o a un fantasma". Lo decía Marguerite Yourcenar en el pequeño gran ensayo El Tiempo, gran escultor. Los museos se esfuerzan para detener el deterioro que algún día podría llegar a devolverlas a su estado mineral pero el trabajo realizado antes por la erosión o la saña forman parte de la biografía y de la fisionomía de las viejas esculturas. André Romão (Lisboa, 1984) suele andar entre esculturas y fantasmas, y ha probado diferentes ejercicios de resucitación de cadáveres estatuarios (cabezas cortadas que recitan, ojos vacíos que parpadean, apariciones) a través de los cuales ha hecho referencia continuada a la violencia explícita en la fundación de Europa y, por extensión, de toda cultura. Se ha apropiado de diversas versiones del Rapto de Europa (en una de las metopas del Templo Y de Selinunte o en el famoso fresco pompeyano, pero también en la pintura contemporánea) y ha hecho alusión a diferentes momentos de crisis y transformación en la historia del continente, incluyendo otra forma de "rapto": el del éxtasis mortal de la Epidemia de baile de la que fueron víctima centenares de ciudadanos de Estrasburgo en 1518.



La breve exposición que ha inaugurado en Madrid está cargada de significados e intenciones. Consta de un vídeo, El friso occidental (encuentros), y un conjunto de fotografías, Amanecer, ambos con fondo mitológico y espectral. Romão ha reunido en el vídeo a los jóvenes soldados atenienses que se preparaban para procesionar en el friso que recorría la cara Oeste del Partenón, separados por Lord Elgin y conservados hoy en el Museo Británico y el Museo de la Acrópolis. Y los ha puesto a bailar (figuradamente) al son de la improvisación del percusionista Quim Albergaria. El friso es un formato que implica movimiento lineal y es el que el artista adopta en el desplazamiento de la cámara que recorre este encuentro siempre no-visible: en su emplazamiento original, por la altura a la que estaban situados de los relieves y, hoy, por su dispersión geográfica. El toque de los tambores los convoca de nuevo a una danza pírrica (la que acompañaba los ejercicios militares de los griegos) y nos recuerda las circunstancias bélicas (guerra contra los persas) en las que fue construido el mítico templo ateniense, habitado por la diosa crisoelefantina, viva "con la vida intensa y casi terrorífica de maniquíes e ídolos" (Yourcenar).



Dos de las grandes civilizaciones mediterráneas, Egipto y Grecia, son invocadas por medio de otros cadáveres: los de los escarabajos que merodean por las esculturas de Henry Moore, Emilio Greco y John Chamberlain (expuestas en el Museo Berardo y en la Fundación Gulbenkian). Son, si no me equivoco, escarabajos Atlas (uno de los titanes que guerreó contra los dioses olímpicos), los más fuertes, cuya denominación científica tiene mucho de escultórica: Chalcosoma, cuerpo de cobre. Y, si estamos hablando de amaneceres y atardeceres en el Mediterráneo, como indica el poema de introducción de Romão (elemento habitual en sus exposiciones), no es posible dejar de recordar y resucitar al escarabajo Khepri que empuja el disco solar por el cielo egipcio. La mayoría de los escarabajos se alimentan de materia en descomposición, cadáveres vegetales o animales que someten a reciclaje vital. Las esculturas en los museos, ¿están muertas? Tal vez sí, pero también son cadáveres estos coleópteros, reducidos a carcasas, pieles vacías, esculturas huecas que fingen la vida. En un tiempo otro, en una realidad fantasma y violenta.



@ElenaVozmediano