Figura sentada (hombre clásico) de Willem De Kooning (detalle), 1940
Leí en un documentado artículo de mi compañera en estas páginas, Elena Vozmediano, que según los galeristas, en España no hay más de una veintena de coleccionistas que compren anualmente por encima del millón de euros. Entre ellos debe contarse la propietaria de esta colección, que si no por cantidad sí por calidad podría pasar por la de un buen museo. A la luz de la anterior estadística es forzoso pensar que en España son muy escasas las colecciones privadas de esta envergadura. No siempre fue así. Las hubo muy importantes, especialmente entre los siglos XVI y XVIII. En 1636, Vicente Carducho informa a un viajero de las colecciones de arte que puede visitar en Madrid. Señala 17 como notables. Por su parte y a otra escala: en 2008, en la lista que elabora la revista Art News de los 200 coleccionistas más importantes del mundo, había cuatro españoles. En 2012 había dos.Todo esto para señalar que tenemos la oportunidad de ver una rareza. En el doble sentido de algo escaso y algo peculiar. Hace unos meses Alicia Koplowitz la mostró por primera vez. Fue en París, en el Museo Jacquemart-André. Un debut lejos de casa de una mujer característicamente discreta. Pero mientras que en esa ocasión se mostraron alrededor de cuarenta obras, en Bilbao son 90. Un logro para la primera exposición de Miguel Zugaza, que ha regresado al museo que dirigía antes de pasar 15 años al frente del Museo del Prado.
Decía que era una colección peculiar en el sentido de que no es previsible. No es un elenco de los nombres más importantes, no es una colección en la que está todo lo que tiene que estar. Es, por así decir, una colección de autor. Coleccionar es también componer y por tanto crear. Su autora parece haberse guiado más por su gusto que por cualquier otro criterio. No siempre se colecciona por placer, se colecciona también por ostentación o siguiendo seriamente una plantilla de moda o excelencia.
La Celestina y su hija de Goya
Algunos momentos son sobresalientes. El rostro transido de la Virgen vestida de gitana (1567), pintado por el melancólico Luis de Morales, el Divino (llamado así porque se dedicaba intensivamente a pintar vírgenes y santos). Es también de una belleza refulgente el Retrato de Ana de Velasco y Girón, duquesa de Braganza, (1603) de Pantoja de la Cruz -una muchacha de 18 años envainada en un estuche de brocados que te sostiene la mirada-. Otra clase de luz seductora es la soleada alegría de Venecia en las telas de Canaletto y Guardi, restallando como banderas. Y hay belleza, tal cual, incluso en la pieza del minimalista Donald Judd. Con esa filosofía anestésica levanta diez bandejas de hierro galvanizado con fondo de plexiglás azul, que finalmente entregan unas raspaduras de goce visual. Y esta pieza apunta a la cuarta peculiaridad de esta colección, que es contar con numerosas esculturas. El delicado dramatismo de Mujer de Venecia (1956) de Giacometti y La Hoja (1948) de Germaine Richier. La transparente vivacidad del Homenaje a Chagall (1933) de Gargallo.
La poderosa Dafne (1937) de Julio González, una de sus esculturas más ambiciosas. Cerca está Construcción de cuello forjado (1955) de su seguidor David Smith. Hay obras de Oteiza, Melotti, Juan Muñoz... mención aparte merece el móvil de Calder, desde ahora mi Calder preferido. Termino señalando un último rasgo diferencial de esta muestra (no sé si será extensivo a toda la colección) y es lo femenino como tema. Ya he citado varios ejemplos, pero añado otros: las poderosas Mujer con sombrero grande (1906) de Van Dongen o Cabeza y mano de mujer (1921) de Picasso. Junto a varios retratos memorables: de Goya, Modigliani, Schiele, Antonio López... todo un recorrido por la historia de cómo han sido miradas las mujeres. Si añadimos dos barcelós formidables y un Rothko evanescente, puede el lector hacerse una idea de lo intenso de la experiencia. Le recomiendo visitar esta exposición con el humor y las ganas de disfrutar con que creo ha sido creada. Así que mire menos las cartelas que las obras.