Veronés: Júpiter y un desnudo, 1560

Museo Thyssen-Bornemisza. Paseo del Prado, 8. Madrid. Comisario: Fernando Checa Cremades. Hasta el 24 de septiembre

La exposición se abre con un grabado gigantesco: casi metro y medio de alto por casi tres de ancho, una xilografía compuesta por seis planchas, que constituye la primera vista aérea realista de una ciudad. Es obra de Jacopo de' Barbari, la ciudad es Venecia y el año es 1500. Su grado de precisión es tal que podemos contar los pisos y las ventanas de cada uno de los palacios que bordean el Gran Canal. Y en sucesivas estampaciones se fueron incorporando las obras y modificaciones que se realizaban en los edificios. Basta el plano para saber que nos encontramos en una ciudad de ensueño, "la ciudad más triunfante que he visto", como escribió el embajador del rey de Francia por aquellos mismos años. Y sin embargo, esos años son también el principio de su declive como potencia mercantil y militar. Desde el siglo XI venía siendo el eslabón fundamental de las relaciones comerciales de Europa con Oriente y el Islam. Su escuadra surcaba orgullosamente el Mediterráneo y en sus calles se instalaron los primeros banqueros del medievo. Pero la conquista de Constantinopla por los turcos en 1453 y el descubrimiento de América antes del final del siglo desviaron hacia occidente el comercio mundial y fueron desplazando a Venecia hasta una posición periférica del poder. Y así siguió siendo hasta el momento de su desaparición a finales del siglo XVIII, cuando sus mayores ingresos procedían -así es la historia- del juego y de la prostitución.



El siglo XVI es sin embargo para la ciudad de la laguna un periodo excepcional desde el punto de vista artístico y cultural. En Venecia están los mejores editores (en aquel tiempo era lo mismo imprimir que editar), como Aldo Manuzio, que inventó el libro de bolsillo y dio a la estampa una obra mítica, El sueño de Polífilo. Y también los mejores pintores. Allí se irá forjando la única escuela pictórica capaz de disputar la primacía de las escuelas romana y florentina. El mencionado Jacopo de' Barbari y Giovanni Bellini, junto con Giorgione de Castelfranco y Tiziano Vecellio llevaron a cabo la transformación de la pintura medieval en lo que podríamos llamar una estética moderna. Es decir, convirtieron la rigidez y el mero simbolismo en imágenes realistas, que buscaban no sólo la identificación de la escena sino proporcionar placer al espectador. Esto es, pretendían crear belleza visual, algo que seguimos asociando hasta el día de hoy a esa ciudad milagrosa.



Jacopo Bassano: Cristo con la corona de espinas, h. 1590

Esta es la tesis que arma esta preciosa exposición, al menos en su primera parte. Empezamos por encontar una serie de extraordinarios retratos masculinos. Unos cuantos son rostros estragados por el vicio, la virtud o la melancolía. Los hay ensimismados, como los de Giorgione y Giovanni Cariani. O meditabundos como el de Moretto di Brescia. O seductores, como el famoso de Lorenzo Lotto de 1528, Retrato de un joven en su estudio (un cintillo de carne de apenas dos centímetros queda al descubierto entre la media y el pantalón). Hay otros dos que son auténticas radiografías morales: El llamado maestro de Tiziano (1575) de Moroni, y mi favorito, Francesco Maria della Rovere, Duque de Urbino (1536) de Tiziano, que nos mira sabiendo que sabemos lo que sabe. A estos les siguen una serie no menos notable de retratos femeninos (aunque creo que el canon de la belleza femenina ha sufrido más transformaciones). Destacaría el cuadro de Palma el Viejo, Retrato de una mujer joven llamada "la bella" (1518), cuyos ojos te clavan en el sitio. Y también otro, Venus y Cupido (1550) de Lambert Sustris, una anatomía femenina que bien pudiera ocupar el póster central de una revista para adultos. En este apartado merece la pena que nos detengamos ante las tres versiones de La Magdalena Penitente que pintó Tiziano (en 1540, 1560 y 1567), a cuya imagen se dice que murió abrazado. Es un hallazgo su rostro mirando al cielo y bañado en lágrimas, mientras se cubre o se descubre más o menos con cabellos y túnica según quién fuera a ser el propietario del cuadro.



Las otras secciones de la exposición, dedicadas al paisaje y a las escenas de personajes, pierden interés, en mi opinión, ante estas dos primeras. Bien es verdad que muestran igualmente los rasgos característicos de la escuela véneta de la pintura renacentista: sensualidad, colorido, claroscuro. Pero ni Venecia poseía una tierra firme interesante ni sus pintores se empeñaron en un relato distintivo de la mitología o la religión. Sin embargo, es aquí donde aflora la segunda tesis que sustenta esta muestra. Fernando Checa, su comisario, lo ha enunciado desde el título, aludiendo a "la destrucción de la pintura".



A lo que se refiere en términos tan alarmantes es a la irrupción de un modo de pintar en que la mancha sustituye al dibujo y la pincelada franca al trazo invisible y relamido. Todo lo que para nosotros es precisamente un signo de modernidad. Podemos ver esta transformación, por ejemplo, en los cuadros de Jacopo Bassano de la última década del siglo XVI presentes en la muestra. Sin embargo, para sus contemporáneos era, efectivamente, una muestra de falta de pericia o te interés. Tan evidente como para que Felipe II, ante el retrato con armadura que le pinta Tiziano en 1551, llegara a decir que lo consideraba no terminado. Una prueba más de que los grandes artistas siempre acaban por contradecir el buen gusto de la época. Pero Felipe II fue lo bastante inteligente como para no pedir al pintor que lo acabara.