Celestina, 1994 (detalle)
¿Es Zuloaga un pintor incomprendido? Hace casi veinte años que no se celebraba una exposición importante de Ignacio Zuloaga (Éibar, 1870 - Madrid, 1945). Ahora se trata de volver a contemplar sus cuadros, atendiendo a una nueva lectura. Al inicio de su andadura, la Fundación Mapfre presentó una exposición en la que, siguiendo el tópico, contraponía a Sorolla y Zuloaga como dos visiones, luminosa y tenebrista, cosmopolita y folclórica de lo español. Ahora, con mayor capacidad de préstamos internacionales y con la inestimable ayuda del Museo d'Orsay, se ha propuesto enmendar aquel planteamiento para acabar con la fama del pintor vasco como ilustrador de la España negra noventayochista, poniendo en valor el estigma de "parisino" con que le tildaron los críticos en España durante su estancia en París a caballo entre dos siglos. Con noventa piezas, pinturas y esculturas, del pintor guipuzcoano y de sus contemporáneos, el resultado es desigual.Tras estudiar en Madrid y en Roma, el joven Zuloaga llega a París en 1889 donde se encuentra, entre otros, con Rusiñol -con quien llegó a convivir-, Nonell, Anglada-Camarasa, Sunyer y el joven Picasso. Asistirá a la Académie de la Palette, donde corrigen Eugène Carrière y su admirado Puvis de Chavannes. Y pronto comenzará a exponer: por ejemplo, en la Galerie Le Barc de Boutteville, donde en 1891 colgó dos paisajes junto a telas de Gauguin, Denis, Vuillard, Sérusier, Bonnard, Toulouse-Lautrec y Bernard; y en los años siguientes, en la Exposition de Peintres Impressionnistes et Symbolistes, donde coincidirá también con van Gogh y Degas, al que consideraba maestro y con quien entabló amistad. Con el paso del tiempo, también sería amigo de Bernard y de Rodin.
El comienzo de la exposición intenta recrear esta escena variopinta, incluso en exceso: si es cierto que le conviene la cercanía con simbolistas como Carrière -y a nadie le estorba nunca contemplar una pequeña pintura y escultura de Gauguin-; sin embargo, sobrarían los nabis Denis y Sérusier, demasiado lejanos al estilo de un Zuloaga. Y más cuando se les hace convivir en la misma sala con telas del pintor vasco a partir de 1900, cuando ya ha encontrado su propio camino, como muestra la interesante secuencia creada en este montaje con las telas de gran formato:Parisienses (en St. Cloud), 1900, La tía Luisa, 1901 y El viejo verde, 1906, que llega a simular un tríptico, solo afeado por los focos que, intentando paliar la escasa altura de la sala, caen directamente sobre los ojos de los visitantes, dañando su visión.
Retrato de la condesa Mathieu de Noailles, 1913 (detalle)
Una perspectiva profesional del artista que luego se completa con las esculturas que le regaló su amigo Rodin, intercambiadas por cuadros del pintor -aunque no viene a cuento aquí, la pequeña versión del archiconocido El beso, a modo de bibelot-. Y con su perfil de coleccionista, propiciado por su labor como experto, autentificando cuadros, asesorando a instituciones y coleccionistas, siguiendo una vieja traición que le permitió ganarse la vida en París. Lo que se muestra con pinturas que pertenecieron al pintor de Goya, Zurbarán y el entonces redescubierto Greco, tan decisivo para su pintura.
El último capítulo insiste en el contexto parisino y la moda de pintar enanos velazqueños con obras de Picasso y Sargent, para las telas negras. Quizás en ya pasadas etapas de optimismo, no admiraríamos como hoy en esta España de rompe y rasga y pandereta, una vez más, el Retrato del enano don Pedro, 1890-1894, La enana doña Mercedes, 1899 y, sobre todo, El enano Gregorio el botero y Monje en éxtasis, ambos de 1907, de este maestro por periodos incomprendido, por acrisolar tan bien las contradicciones de lo español.
@_rociodelavilla