Biblioteca Nacional. Paseo de Recoletos, 20. Madrid. Comisario: Alejandro Martínez. Hasta el 16 de septiembre

¿Cómo puede ser que hayan transcurrido veintisiete años desde que se organizó la última -y en realidad la única de gran porte- exposición que se ha dedicado a Luis Paret considerado como el segundo mejor pintor, tras Goya, del siglo XVIII español? Fue en 1991 cuando Javier González de Durana comisarió aquella muestra en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, que contribuye al actual desagravio al artista a través de la presentación del luneto donado por Alicia Koplowitz, Triunfo del Amor sobre la Guerra, que hace pareja con otro que ya poseía este museo. Por su parte, el Museo del Prado exhibe entre sus adquisiciones recientes la aguada Una celestina y los enamorados, por la que el Ministerio de Educación y Cultura pagó en 2016 130.000 euros. Pero el movimiento decisivo en la "restitución" de Paret es esta exposición coorganizada por la Biblioteca Nacional y el Centro de Estudios Europa Hispánica, con el catálogo razonado que la acompaña. Esperemos que sea el principio de una necesaria revisión en profundidad.



Porque Paret es un artista mal conocido, hasta el punto de que solo recientemente se han desvelado datos muy relevantes de su biografía, y no siempre ha sido bien interpretada su original obra. La primera monografía sobre él es muy tardía, de 1957, y en la bibliografía posterior apenas hay estudios completos de su compleja trayectoria. El comisario de esta exposición, Alejandro Martínez Pérez, hizo su tesis doctoral (2015) sobre la cultura artística de Paret, estudiando su formación intelectual, por encima de los artistas de su tiempo, y su biblioteca, y mantiene en alguna medida aquí esa perspectiva, que es adecuada para estas salas, aunque la sección dedicada a la recopilación de algunos de sus valiosos volúmenes, a sus traducciones y a los dibujos y estampas que hizo con destino a la edición no será seguramente la que emocione al visitante menos bibliófilo. Otros capítulos, sin embargo, sí consiguen reflejar la brillantez de este artista que puso en juego una mirada atípica y una factura muy personal. La estructura se ajusta a las marcadas etapas de su trayectoria vital. En la primera, centrada en su formación académica, llama la atención la fijación por los aspectos más oscuros de la cultura grecorromana, que conoció bien, con preferencia por las escenas sacrificiales, los sepulcros y las urnas. Más tarde, ese poso asomaría en sus diseños arquitectónicos y en la ornamentación de composiciones, en forma de ruinas clásicas, marcos, orlas, cenefas…



Muy joven, entró al servicio del infante don Luis de Borbón, que lo pensionó en Italia y lo empleó en diversas tareas en su corte errante, entre las que se encontraba la de facilitar la desordenada vida sexual del hermano del rey Carlos III, quien acabó interviniendo: casó a don Luis y desterró a Paret a Puerto Rico, donde permaneció tres años. Pero antes había dado ya lo mejor de sí como pintor, en las afrancesadas escenas cortesanas y galantes, sin igual en el arte español, tan codificadas y a la vez tan vívidas, y en las extraordinarias aguadas que retrataron algunos de los más preciados especímenes animales del Gabinete de Historia Natural del infante (recuerden Goya y el infante don Luis en el Palacio Real, 2012). La cautivadora cebra y el conjunto de seis de las veinticuatro aguadas que realizó sobre la colección de aves son sin duda el corazón de esta exposición. Es difícil reunirlas, pues hay solo dos en colecciones públicas (Museo del Prado) y algunas de las localizables se piensa que son copias: este problema, el de la dispersión, aqueja a otra series y, en general, a la totalidad de su producción.



Paret consiguió insuflar vida a esos animales disecados llevándolos al aire libre, al paisaje, un terreno al que también hizo una gran aportación a través de su serie sobre los puertos del Cantábrico -"por el gusto de Vernet", Ceán dixit-, que le encargaron cuando al regreso de Puerto Rico y ante la prohibición de acercarse a la Corte, se instaló en Bilbao durante siete años. En la exposición hay solo un par de dibujos relacionados con esa serie, que lleva la topografía a territorio "documental" y, claro, estético, y está más representada la faceta de decoración pictórica de iglesias y la de tracista, con las fuentes que diseñó para Pamplona. Cuando por fin regresó a Madrid en 1789 se dedicó sobre todo a la actividad editorial, como decía antes, menos atractiva si exceptuamos alguna rareza como su versión de una caricatura de Hogarth.



Si bien la mayor parte de las obras expuestas son dibujos, se intercalan algunas pinturas que nos van dando idea de la evolución estilística y de la variedad de géneros y cuerdas que tocó. Entre ellas destaca, no solo por su tamaño, una de la Academia de San Fernando que aquí cobra mayor significación, la Circunspección de Diógenes, pintada en 1780 para logar el título de académico de mérito. La composición se basa en Saúl y la bruja de Endor, de ¡Salvator Rosa!, y es un festín de coloridos y nacarados centelleos en la noche, que hasta dificultan la identificación de las formas. Un alarde técnico e imaginativo que constituye una rareza absoluta en su momento. ¡Queremos más Paret! ¡Pronto!