La política de géneros caracteriza la nueva etapa del IVAM de Valencia con José Miguel Cortés al frente. Este verano coinciden dos importantes exposiciones: la dedicada a las dos últimas décadas de la francesa Annette Messager, con ocasión del premio Julio González concedido por primera vez en quince años a una mujer; y una revisión de la genealogía del arte feminista desde la II República hasta el inicio de la Transición en 1980. Vayamos por partes.
La muestra de Annette Messager (Berck-sur-Mer, Francia, 1943) enlaza directamente con la celebrada en el Palacio de Velázquez en 1999, antes de que recibiera el León de Oro de la Bienal de Venecia en 2005 como reconocimiento a su trayectoria, ligada a la utilización de lo textil y lo doméstico. Si entonces se acentuaba el fondo siniestro y abyecto en su obra, que miraba al pasado, la Messager que encontramos ahora es un estallido de euforia, irreverencia y libertad, con comentarios directos al conservadurismo en nuestra época, que solo muestra su zona más oscura al final. Dadas las limitaciones del espacio, no se trata de una revisión con instalaciones monumentales, ni de un recorrido donde detectar etapas en los últimos veinte años. El montaje expositivo va de la alegría, el humor y la denuncia descarada a lo oculto y perturbador en el túmulo final Sotavento: con bultos deformes bajo un velo negro que se anima rítmicamente con focos de luz y la corriente de ventiladores, aludiendo al juego de palabras en francés ‘sous-vent' (sotavento), con ‘suivant' (a menudo).
Cordilleras de pechos y agresivas trompas de Falopio forman parte de este "cuarto de muñecas" rebeldes que reivindican sus propios deseos
La brisa de los ventiladores agita también vestidos, bolsas de plástico, plumas, órganos y personajillos de tela en la instalación Motion-Emotion (Movimiento-Emoción): toda una fábula burlona de los adefesios y vulnerabilidades en nuestro paso efímero por la vida. Pero sin duda la instalación más rotunda del presente de Messager es la habitación con papel pintado de úteros, sobre la que ha colgado esculturas y dibujos, directamente inspirada en el conocido grupo activista Femen. Cordilleras de pechos y agresivas trompas de Falopio forman parte de este “cuarto de muñecas” rebeldes, que afirman su empoderamiento en la reivindicación de sus propios deseos.
También emocionante y comprometida es la exposición A contratiempo. Medio siglo de artistas valencianas (1929 - 1980), un título quizá demasiado abierto pues no recoge a todas las artistas valencianas (olvidadas, invisibilizadas, etc.) durante este difícil periodo en nuestro país. Lo que encontramos es una selección cerrada de aquellas entonces jóvenes que se comprometieron a la par con los ideales de la mujer moderna y de la República para sufrir después de la guerra civil el exilio en Latinoamérica, o bien el exilio interior bajo la dictadura sin desfallecer en sus valores feministas, bien patentes en el tardofranquismo y al comienzo de la Transición. A contratiempo, sin cesar en su producción artística, sobreviviendo en los peores momentos con encargos alimenticios a menudo firmados por sus maridos. Y contra viento y marea, vivieron en una sociedad patriarcal que anuló los pocos derechos recién adquiridos por las mujeres, relegadas a ser solo esposas y amas de casa. La sección “De profesión: sus labores” demuestra cómo estas artistas, de manera experimental y pionera, comenzaron a utilizar patrones textiles y artesanales ya desde la década de los sesenta.
Comisariada por Isabel Tejeda y Mª Jesús Folch, es resultado de años de investigación y un modelo de recuperación de la genealogía del arte feminista en nuestro país a nivel local. También es un auténtico ejemplo de proyecto curatorial y montaje expositivo depurados, con un recorrido perfectamente planteado, tan apasionante que disimula las cerca de 250 obras mostradas de más de treinta artistas, entre dibujos, pintura, fotografía, escultura, instalaciones, arquitectura y también algunos filmes divertidísimos de Cecilia Bartolomé en los años setenta.
Pese a tantas obras y documentos perdidos a causa del desinterés historiográfico y museístico hacia las artistas mujeres en nuestro país, el mapeado parece completo. Al comienzo, junto a Manuela Ballester y Amparo Piqueras, que estudiaron en los años veinte en la Escuela de Bellas Artes de Valencia, se incluyen a las foráneas pero presentes allí durante la contienda Juana Francisca y Pitti Bartolozzi y a las fotógrafas Tina Modotti, Gerda Taro y Kati Horna. Sorpresas y hallazgos se suceden en todo el recorrido. Durante los años cincuenta y sesenta con las pinturas de la siempre grande Juana Francés y la menos conocida Eva Mus, junto a collages de Jacinta Gil y grandes telas pop de Ana Peters, tendencia secundada a comienzos de los setenta en los acrílicos de las asombrosas Isabel Oliver (quien al igual que la pintora Mónica Busch, también fue diseñadora de juegos) y Ángela García Codoñer, incluida hace poco en la retrospectiva The World Goes Pop, celebrada en la Tate Modern. A lo que se suma la fotografía social de Ana Torralva, Victoria y Pepa García. Cierran esta muestra Victoria Civera, Soledad Sevilla y Carmen Calvo, con trayectorias hoy bien conocidas y que han alcanzado reconocimiento internacional. Todo esto, además de la escrupulosa investigación en el catálogo, y mucho más.