El traslado de las esfinges, 1945

Museo Thyssen-Bornemisza. Paseo del Prado, 8. Madrid. Comisario: Tomàs Llorens. Hasta el 27 de enero

"Beckmann no es un hombre muy simpático": así comenzaba la Autobiografía mínima que el pintor escribió en 1924. Y fueron muchos los que le dieron la razón... George Grosz, exiliado como él en Nueva York, le describió como "inaccesible, con la personalidad de un pisapapeles, completamente carente de humor". Un dandi que bebía solo. Su pintura tampoco era fácil: su estilo de madurez, que domina esta exposición, anticipa la bad painting o "pintura mala" del final de la centuria, deliberadamente torpe y sucia. No obstante, fue uno de los artistas más valorados en Alemania hasta el ascenso del nazismo, con cierto éxito también -no tanto como él anheló- en París y en Nueva York en los años de entreguerras.



Uno de los fuertes de la colección del Thyssen es el expresionismo alemán y parece coherente que sea este museo el que ponga aquí en valor a Max Beckmann (Leipzig, 1884 - Nueva York, 1950), del que custodia cuatro obras (ninguna de ellas de gran empeño), tras la ya lejana exposición que le dedicó la Fundación Juan March en 1997. Se podría presumir una correlación entre ese peso en la colección y el programa expositivo del museo en sus 25 años de historia. Pero no, éste es más francófilo que germanófilo: el Thyssen solo había mostrado tres monográficas de artistas alemanes del siglo XX, Grosz (1997) Macke (1998) y Baumeister (2013), complementadas con pequeñas muestras de gabinete de Kirchner (1996), Pechstein (1999) y Kokoschka (2001), y con la colectiva Brücke, el nacimiento del expresionismo alemán (2005). Todas menos una tuvieron lugar en los años en que fue director del museo Tomàs Llorens, quien regresa a él como comisario de esta revisión parcial de la trayectoria de Beckmann que itinerará después al Caixaforum de Barcelona.



Autorretrato con corneta, 1938 y, a la derecha, Doble retrato, 1923

La exposición, nutrida desde numerosos museos europeos y estadounidenses, se divide en dos partes, cada una -algo atípico- con diferente criterio de selección de piezas. La primera resume cronológicamente su producción en Alemania hasta 1937 aunque, sin que se explique por qué, deja fuera los años previos a la I Guerra Mundial. Es cierto que en ese período inicial la pintura de Beckmann era muy distinta, más o menos postimpresionista, con deudas estéticas y anímicas hacia Liebermann, Corinth o Munch, pero ya se estaban gestando algunas características posteriormente definitorias. Las mejores obras son las más cercanas al expresionismo, en los años de la guerra, y al "retorno al orden" en los años posteriores, hasta 1925, antes de que empezara a desarrollar su personal brutalismo.



La segunda parte de la muestra aborda la obra realizada en el exilio según una estructura temática -en cuatro secciones tituladas "Máscaras", "Babilonia eléctrica" (la ciudad), "El largo adiós" (la muerte) y "El mar"- que, sin constituir una gran herramienta hermenéutica, puede servir para ir conociendo las singularidades de un artista extremadamente ambicioso, tan obsesionado por su(s) propio(s) personaje(s) que, se dice, el número de autorretratos que pintó solo podría ser igualado por Rembrandt o Picasso.



En los trípticos de Beckmann hay figuras de la Biblia o de la mitología clásica, violencia física, y psicológica

Hay que tener en cuenta que Beckmann tenía ya 53 años cuando huyó en 1937 a Amsterdam, donde permaneció diez años hasta que obtuvo el visado para llegar, a los 63 y con una enfermedad cardiaca a cuestas, a su destino elegido, los Estados Unidos. Quería dejar marca en el arte de su tiempo y crear obras mayores que mostraran el camino a una grandeza de la que se sentía en posesión. Lo hizo, sobre todo, a través de los nueve trípticos que pintó a partir de 1932, tres de ellos incluidos en la exposición. El formato, utilizado por otros pintores de entreguerras como Otto Dix, aludía a la pintura germánica medieval, tan admirada por él y de la que tomó otros rasgos como la angulosidad de las figuras, el agolpamiento de las mismas en el primer plano o la estructura de gruesas líneas y vivos colores que recuerda a las vidrieras. Los trípticos de Beckmann son cuadros de altares consagrados al artista visionario como profeta de la trascendencia. Todo lo que aparece en ellos, y en los otros grandes cuadros "programáticos" -también pintó retratos y bodegones, más de mercado-, tiene un significado alegórico. Aunque adapta figuras de la Biblia o de la mitología clásica, del psicoanálisis, la cábala y el gnosticismo, y utiliza objetos simbólicos, tienen una presencia material y una interpretación privada pero abierta. Hay violencia física, a menudo sexual, y psicológica en estas obras, y violencia estilística que se traduce en un innegable feísmo: nos dejó muchos cuadros calamitosos. Los perfiles negros, que usaron también pintores como Léger, Matisse, Rouault o Kirchner, carbonizan en su caso las formas, sacrificadas en la liturgia artística.



El exilio de Beckmann no estuvo motivado por la religión o por el compromiso político. Como "degenerado", había perdido en poco tiempo las posiciones de prestigio que había conquistado y debía salir de Alemania para tener un futuro profesional. Pero el exilio lo llevaba también dentro, como quiere demostrar esta muestra. Ni Amsterdam ni Nueva York aparecen apenas en sus cuadros; las habitaciones, los cabarés, los embarcaderos que pinta no son lugares sino escenarios para otra forma de autorretrato, en visa de héroe espiritual, a la luz del sol negro de la melancolía.



@ElenaVozmediano