Decía Rosalind Krauss en estas páginas que le interesaba lo que queda fuera de la historia del arte. A Anna-Eva Bergman (Estocolmo, 1909-Grasse, Francia, 1987) hay que buscarla en esos márgenes. Artista inclasificable con una sólida obra pictórica y sobre papel, esta es la primera vez que se presenta en España su trabajo, con obras procedentes de la Fundación Hartung-Bergman (Antibes), el Henie Onstad Kunstsenter (Oslo), el Museo de Arte Moderno de París y la Colección Per Amor a l'Art de Valencia.
A la sombra de quien fuera su pareja, Hans Hartung (Leipzig, 1904 - Antibes, 1989), como ocurriera a tantas otras mujeres artistas, Anna-Eva Bergman mantuvo, sin embargo, un consistente pulso creativo a lo largo de su vida, realizando numerosas exposiciones en instituciones y galerías. Establecida definitivamente en París en 1953, su obra había dado ya un giro de la figuración de corte expresionista hacia la abstracción que fundamentaría su personal lenguaje. Este es el momento en el que el encuentro de la línea y la progresiva exploración de superficies de color afianzan su obra frente a la deriva de la abstracción y las tendencias informalistas en boga.
La exposición de Bombas Gens abarca el que probablemente sea su período de mayor intensidad creativa. Coincide con los viajes que la pareja realizó a España y Noruega y tiene el paisaje como tema central y fondo de actuación pictórica. A partir de ahí, penden motivos como el horizonte, el acantilado, los empedrados, los fiordos y las montañas, el fuego o los astros, omnipresentes en toda su producción. Con ello, la artista inicia una búsqueda que, si bien en origen podríamos rastrearla en la tradición romántica, va más allá y la sitúa en un espacio de especulación espiritual que permite que lo sublime se ponga al alcance de la mano. Esa exploración casi obsesiva en el paisaje se puede palpar, porque las superficies pictóricas dejan de ser simples territorios para los ojos y se convierten en cuerpos expansivos.
Para ello, Anna-Eva Bergman fue estableciendo un proceso reductivo, de mínimas y muy delicadas intervenciones en el lienzo. De este modo, conseguía que la búsqueda de lo esencial adquiriera formas concretas. Con el uso de simples recursos plásticos como la estructuración de capas de color superpuestas, el pan de oro y hojas de metal, sus espacios pictóricos fueron creciendo en inmensidad, en tanto cegaban la posibilidad de internamiento en el cuadro. En esa deriva, su obra enlaza con las indagaciones de Mark Rothko y Ad Reinhardt, cuyas obras conoció en un viaje a Estados Unidos a mediados de los años sesenta.
Las monocromías repetidas (negros, azules y colores terrosos) y, sobre ellas, formas básicas (líneas de horizonte y círculos), se asientan en los lienzos como planos cambiantes que pierden el sentido referencial del paisaje. El plano de la pintura se hace entonces pleno e inmenso fuera del cuadro en obras como Carboneras (1963), Montagne transparente (1967) o Horizons (1971). También los reflejos en Otre Terre, otre lune (1969) o Planet d'argent sur fond bleu (1969) redundan en la negación de la profundidad y habilitan la posibilidad de salir del lienzo y ocupar dimensiones no terrenales.
En definitiva, nos encontramos con obras que, vistas ahora, figuran espacios de desaceleración, de susurros en los que se silencia el ruido de lo cotidiano; espacios de lentitud y reposo en los que se “hojaldra el tiempo”, como señala Romain Mathieu en su texto del catálogo.