Cuatro esculturas de Alberto Giacometti en la sala de Las meninas del Museo del Prado

Paseo del Prado, s/n. MADRID. Comisaria: Carmen Giménez. Hasta el 7 de julio

En una ocasión le preguntaron a Alberto Giacometti (1901-1966) por qué hacía sus esculturas tan pequeñas, a lo que respondió: "Para que el espacio sea más grande". Esa capacidad de desalojar del entorno de sus delgadas figuras cualquier presencia, como una gota de detergente desplaza inmediatamente la grasa de una superficie (disculpe el lector la comparación) me parece innegable. Y no por alguna clase de magia, a no ser que consideremos como tal el arte, sino porque esas formas estilizadas, apretadas y consumidas succionan nuestra mirada, cancelando el interés por todo lo que tienen alrededor.



Giacometti, que en 1934 rompió con el surrealismo y regresó a la realidad, trabajó desde entonces de forma compulsiva para tratar de plasmar el mundo no tanto como es, sino tal y como tan defectuosamente lo vemos. Podríamos decir que su progresiva reverencia por la realidad corrió pareja con las dificultades que encontraba para representarla. Samuel Beckett, con el que le unió una estrecha amistad, escribió en una ocasión refiriéndose a esta cuestión: "Le sugerí que podía ser más provechoso concentrarse en el problema mismo en lugar de luchar constantemente para lograr una solución… Pero Giacometti estaba decidido a continuar con su lucha, intentando avanzar, aunque no fuera más que una pulgada, o un centímetro, o un milímetro". Avanzar era acercarse al hueso de la visión. Porque hay que recordar que las figuras de Giacometti tal y como las contemplamos son el resultado de un proceso de despojamiento que él iba trabajando, de un volumen escultórico por despojamiento hasta llevarlo al borde de su desaparición. Ahí donde ya casi no hay, es donde prende con más ahínco la mirada.



Por todas estas razones me acerqué a visitar la exposición de Giacometti en El Prado lleno de prevención. Me parecía una propuesta contradictoria en su misma esencia. No sólo, obviamente, por superponer dos regímenes de visualidad distintos, el del plano pictórico clasicista y el del volumen escultórico moderno. También, y no sé cómo decirlo, por hacer convivir la opulencia cultural y simbólica de los cuadros con la lacónica advertencia de las esculturas. Por obligar a aquellas figuras maltratadas por la Historia a exhibirse entre los que pasan por ser momentos cumbres de esa misma Historia. La justificación implícita de la muestra tampoco me convencía. Siendo como ha sido El Prado un museo de pintores, el preferido por muchos de los mejores artistas de distintas épocas, desde Éduard Manet a Francis Bacon, Giacometti no lo había pisado nunca. Aunque sí había conocido algunas de sus obras maestras, en la exposición que se hizo en 1939 en Ginebra, con motivo de la evacuación de la colección a causa de los bombardeos de la guerra civil española. Esta se convertía así en la ocasión de completar esa visita.



Impresiona ver las esculturas de Giacometti ante

Bueno, pues después de todo lo anterior, tengo que apresurarme a decir que la exposición "funciona". O lo hace al menos en las condiciones en que yo la recorrí, en ese momento privilegiado que es la visita de prensa, con las salas vacías y apenas un lejano rumor de voces. Así, en esa contemplación serena, discurre casi siempre con naturalidad y, debo decirlo, alcanza momentos conmovedores. Uno de ellos es la contraposición de El carro (1950), dos grandes ruedas y un eje que las une, sobre el que se yergue en precario equilibrio una flaca mujer, frente al imponente Carlos V en Mühlberg de Tiziano. ¡Qué dos sentidos tan distintos de la majestad! Y qué decir de las dos cabezas extenuadas de Giacometti junto a los macizos bustos tardo-romanos. También me impresionó, ante Las meninas, ver el conjunto de cuatro esculturas que conforman Plaza (inicialmente, un proyecto para un espacio público de Nueva York). Velázquez, asomado tras su gran lienzo, mira fijamente Hombre que camina y Mujer grande (ambos de 1960), los modelos más insólitos que pudiera nunca imaginar. Y sin embargo, también reales. Era previsible encontrar el eco de El Greco en estas escuetas figuras, pero es todo un hallazgo el de Los Trabajos de Hércules de Zurbarán en esa escultura verdaderamente poderosa y dramática que es La pierna (1958). En mi opinión, lo que resulta menos eficaz es el grupo de Mujeres de Venecia (1956), junto a El Lavatorio de Tintoretto. La obligada visión lateral, desde el comienzo de la galería, y el dispositivo de exposición, no permiten integrarlas en el entorno.



Así es que después de ir y venir entre estas figuras espectrales, me pareció ver el espectro de Giacometti. En un paseo póstumo perfectamente verosímil.