Ante la ausencia de mujeres sobresalientes en la Historia del Arte, las críticas feministas de los años setenta del siglo XX explicaron que no se trataba del olvido o la marginación derivados del machismo. Ni tampoco (solamente) de la falta de oportunidades. La razón fundamental era que el significado mismo del arte había sido elaborado por y para los varones. Y era a su imagen y semejanza como se construía el artista: sus intereses, sus capacidades y también sus limitaciones, se identificaban con las propias del arte. En esas circunstancias, una mujer tenía tantas posibilidades de ser una gran artista como un masai de ser campeón de tenis. Ni el uno ni la otra estaban hechos para las respectivas disciplinas (o viceversa). Quiérese decir con todo esto, por ejemplo, que el aseo de los hijos no era un tema que mereciera un cuadro y que el bordado no era un género equiparable a la pintura y la escultura.
¿Explica todo esto que hoy en día, en su propio país, Aurèlia Muñoz sea un descubrimiento? Basta repasar su currículo para comprobar que en vida gozó de un reconocimiento indiscutible, exponiendo en numerosas ocasiones dentro y fuera de España. Aquí, en lugares tan prestigiosos como el Palacio de Cristal del Retiro y fuera, en las Bienales de Lausana y São Paulo. Sin embargo, el canon no la había asimilado y el mercado, con sus particulares tics, la había dejado concienzudamente de lado. Si hoy hablamos de ella es precisamente porque el Fiber Art y arte femenino son lo último en cuanto a tendencias en boga. Y porque el mercado, en estos tiempos de incertidumbre, prefiere a artistas sólidos –aunque olvidados– a promesas juveniles. Y, razón última y definitiva, porque, oh sorpresa, Aurèlia Muñoz es una de las escasas artistas españolas presentes en la nueva colección permanente del MoMA neoyorquino.
Incluida en la colección permanente del MoMA, Aurèlia Muñoz es la punta del iceberg de nuestra ignorancia
Aurèlia Muñoz (Barcelona, 1926 - 2011) desarrolló una carrera sólida, ligada al renacimiento que experimentó el arte textil a finales de la década de 1960. Aunque partió del bordado y tomando como modelos a Torres García y Paul Klee, luego empezó a experimentar con la tridimensionalidad. Esculturas textiles realizadas en macramé, que sacan esta técnica del ámbito de las labores femeninas y artesanas y la lanzan a lo monumental y lo aéreo. Llama la atención el carácter geométrico y equilibrado de sus obras. A diferencia de las que más abundan con esta técnica, de una organicidad informe, las de Muñoz son de una levedad y un rigor que recuerdan (en las piezas más pequeñas) a Agnes Martin. Esas miniaturas, a modo de joyas pobres, de abrumadora delicadeza, conectan con sus trabajos en papel. Aunque presentados como maquetas, tienen entidad propia. A mayor escala resultan de una severidad equilibrada.
De todas estas tipologías hay ejemplos notables en la galería José de la Mano. Destaca por su potencia la escultura instalada en una sala, esta sí de tipo orgánico, pero no caótico. Y destaca también una maravillosa serie en la que se desarrolla una titubeante secuencia numérica. Entre el quipu de nudos de los incas y los palotes con que contaría un hada.
Es difícil exagerar el interés de la artista y la oportunidad de la exposición. Pero Aurèlia Muñoz es la punta del iceberg de nuestra ignorancia. Deberíamos comprometernos todos en el rescate de tantos nombres que de momento aguardan a una comisaria del MoMA.