El corazón del Centro Federico García Lorca es el archivo, cubo de acero suspendido sobre la biblioteca, con miles de documentos y materiales diversos. Desde hace dos años, múltiples actividades programadas con sumo esmero intentan activarlo para, más allá de la custodia y la obvia reinterpretación literaria del gran poeta y autor teatral, volver a erigir a Federico como agente dinamizador en diálogo con la cultura contemporánea. En este eje de actuación, destacan las exposiciones de arte contemporáneo, aliñadas con su vertiente performativa, como ya ocurría en Pavimento infinito, reseñada en esta sección. El comisario Francisco Ramallo repite en esta exposición La vista y el tacto, que arranca desde el meollo de la cuestión, bajo la mirada de las artes visuales: la grafía de García Lorca, como poeta y dibujante, en convivencia con artistas y teóricos del arte de su época.
En la introducción, un atlas dispuesto en catorce vitrinas formando un circuito continuo, se deja al descubierto la investigación llevada a cabo en el archivo acorazado, del que se muestran fotografías, cartas, libros… que evidencian con sensibilidad barthesiana las nociones y los punctum que han alumbrado la poética de esta muestra: códigos gestuales de miradas y manos, formas de tocar y de tocarse, ojos abiertos y cerrados, lo nebuloso, la noche. Conceptos fantasmáticos compartidos entonces por literatos y artistas para recrear lo efímero e íntimo rescatado del archivo, en una suerte de exploración del entorno familiar junto a las teorías vanguardistas; en palabras de Heidegger, del mundo “a mano”, que usa y manipula “viendo el entorno”, como expresa el dibujo lorquiano La vista y el tacto (h. 1929-30), con un ojo irradiado de pequeñas manitas, dentro y fuera de cuadros, ventanas o habitaciones, que da origen a esta exposición.
Una formidable puesta en escena que desprecia el relato de la historia del arte para afirmar en cada sala diálogos intrageneracionales
Tanto entonces como ahora, los dibujos de García Lorca, a menudo calificados por su expresividad como ingenuos y sentimentales, se han considerado algo más que una extensión de su poesía. Ya Dalí tras su exposición en 1927, en La Nova Revista, interpretaba que eran “poesía hallada con las manos”. Y María Zambrano, en la antología del poeta que publicó en Chile en 1937, pensaba que “Los dibujos son sustancia misma de su poesía, … a Federico se le ve, se ve a sí mismo sustancialmente, en los dibujos, tanto o más que en ciertos aspectos de su poesía lírica”.
Casi una veintena más de sus dibujos pueden verse distribuidos en las ocho secciones de esta exposición con títulos evocadores: La mirada múltiple; el tacto tras la vista; texto, dibujo, objeto; no tocar: a la vista y a la mano; “un ojo enhebrado” / historia del ojo; realidades; la carne de gallina; con manos, sin manos. En suma, todas para suscitar y reforzar la percepción háptica, de la vista y el tacto, en tiempos surreales, entre la realidad y el deseo, en donde no se oculta su aproximación escatológica, expresada con finura por el poeta, quizás más incisivo que Cocteau.
Pero lo más extraordinario en su recorrido es la combinación a tres bandas: dibujo, pintura / vídeo y escultura. Junto a la presencia de artistas de tres generaciones: vanguardistas, “clásicos” y posmodernos de la segunda mitad del siglo XX, y escultores actuales. En una formidable puesta en escena, que desprecia el relato de la historia del arte, para afirmar en cada sala diálogos intrageneracionales entre los creadores. De manera que una treintena de artistas conviven felizmente aquí, reforzando la impresión de un hilo común de búsqueda creativa, que infiere vitalidad y valor a unos y otros.
Encontramos piezas muy importantes de algunos de los más destacados nombres de la renovación de la escultura actual en nuestro país –Teresa Solar, June Crespo, Inma Herrera, David Bestué y Jacobo Castellano–, y, excepcionalmente, de renovadores en el plano bidimensional –Teresa Lanceta y Marta de Gonzalo y Publio Pérez Prieto–. Y, junto a ellos, obras de Esteban Vicente, Miguel Ángel Campano y Nacho Criado. Sin olvidar al teórico de la visión táctil, José Val del Omar. Rodeados de pinturas y dibujos de Rafael Barradas, Norah Borges “cara de luna”, María Blanchard, Joan Miró, Honorio García Condoy, Salvador Dalí, Remedios Varo, Maruja Mallo y la tierna aguada Sentido. Tocar (h. 1932) de Benjamín Palencia, protagonizada por un poético personaje con una cabeza-mano, cuyo índice señala el recuadro de sus ojos, mientras otra mano impresa en blanco sobre el torso viste la cándida silueta de su figura negra.
Precisamente, profundizando en la relación entre Lorca y Palencia, en estos días puede verse en la galería madrileña Guillermo de Osma la exposición La amistad creadora, prolongación de la muestra antes comisariada por el galerista junto a Enrique Andrés Ruiz para el Centro Federico García Lorca. Aunque la amistad del poeta y el pintor surgiría a mediados de los años veinte, fue a partir de 1931 en la revolucionaria compañía teatral La Barraca cuando trabajarían codo a codo. Palencia, el pintor de la generación del 27 pasado por París, fue el creador del cartel y del logotipo y realizó figurines y decorados para obras dirigidas por Lorca, ya exitoso autor teatral a su vuelta de Nueva York. La correspondencia entre estos creadores de “arte nuevo” es intensa. En una carta al pintor encabezada por un dibujo en el que el poeta parece autorretratarse como “Payaso con guitarra”, le dice: “Nosotros tenemos ahora que estrecharnos mucho… y defendernos como caballos salvajes contra lobos”.