Un mano a mano de Gutiérrez Solana con Romero de Torres es una cita más que atractiva. Son dos de los más peculiares maestros entre los artistas que, viajados o no, durante las primeras décadas del siglo XX se empeñaron en tratar la españolidad, dando pábulo al tópico todavía presente en la historiografía artística del desvarío hispánico frente al dictado de la modernidad internacional. Ambos lo hicieron influidos por la noción de la España negra, acuñada en el libro ilustrado publicado en 1899, en plena crisis del 98, que recogía las impresiones del poeta belga Émile Verhaeren en su viaje junto al pintor Darío de Regoyos.
Desde este punto de partida, el proyecto curatorial de Nacho Ruiz se aventura en un interesante y polémico discurso sobre la historia del arte español “en negro” que, con sus luces y sus sombras, no dejará indiferentes a los visitantes. Bienvenida, por tanto, esta exposición de tesis que da ocasión para reflexionar sobre nuestra historia del arte en España durante la modernidad.
Un interesante y polémico discurso sobre la historia del arte español “en negro” que no dejará indiferentes a los visitantes
Entre el nacimiento de Julio Romero de Torres (Córdoba, 1874-1930) y el de José Gutiérrez Solana (Madrid, 1886-1945) apenas transcurrió una generación. Sus procedencias y contextos sociales fueron muy distintos. Pero sus experiencias familiares traumáticas condicionaron la vida de ambos. Cuando finalmente coinciden en el Madrid de los años veinte, en la tertulia del Nuevo Café Levante –junto a Valle Inclán, Ricardo Baroja y Zuloaga– y en la del “anacrónico”, según Ramón Gómez de la Serna, Café de Pombo –cuyos fundadores son representados por Solana en un retrato colectivo todos vestidos de negro–, ambos tienen ya un lenguaje pictórico definido. El propio Solana publica en 1920 La España negra. A Romero de Torres y Solana también les unirá su gusto por la fiesta de los toros.
De origen modesto, Romero de Torres, hijo de pintor, desde el inicio desarrolló una carrera profesional. Su pertenencia a una familia numerosa de la que, aun mermada, tuvo que hacerse cargo, explica su método de trabajo precario, utilizando incluso los pigmentos más baratos para el sinfín de retratos y versiones de sus iconografías más populares. Se cree que en su juventud viajó por Europa.
Sin duda, conocía las tendencias simbolistas y su tenebrismo, la perversidad sexual y el morbo que aplicó con originalidad singular en su actualización del costumbrismo andaluz, que después universalizaría en sus piezas teatrales el genio del 27 García Lorca. De manera que no solo a los artistas traumatizados del 98 les interesó la cuestión del tópico español, en un momento que también otros tantos compañeros europeos y americanos estaban revindicando la actualización del diálogo de sus tradiciones autóctonas con las corrientes artísticas internacionales.
Solana, vástago de una familia adinerada de indianos, desde su juventud en Cantabria fue un cosmopolita que viajó con frecuencia por Europa y expuso varias veces en Estados Unidos. Las muertes y demencias familiares le condicionaron desde la infancia. Además de formarse como pintor, también aprendió música. Y tuvo una trayectoria literaria: tras La España negra publicó Madrid callejero en 1923 y, un año después, Dos pueblos de Castilla. En 1926 publicó otra obra titulada Florencio Cornejo. También ensayó en el terreno de la escultura. Los dos triunfaron en la vuelta al orden en los años 20.
Recorrer las salas dedicadas a ambos va sumando patetismo a la visión de una España negra que no nos parece tan lejana. El reflejo de la misoginia imperante entonces y, como ahora, no solo en España, con sus escenas de burdeles y femme fatale, se compagina y da paso a los incisivos signos de lo español: figuras eclesiásticas, toreros y tauromaquias. Una vez más, es inevitable no dejarse llevar por la seducción de las féminas pálidas y gitanas, místicas y exuberantes, sobre escenarios urbanos casi desiertos de Julio Romero de Torres. Así como confrontarnos ante el carnaval esperpéntico de José Gutiérrez Solana, de quien, a importantes telas, se ha sumado la espléndida galería de aguafuertes, dibujos, carboncillos, tintas y acuarelas de la colección Navarro-Valero, que por sí solos justifican la visita.
Ahora bien, ¿cómo encajar el retrato de una joven chic de los locos años veinte de Romero de Torres junto a un cristo esposado de Luis de Morales? ¿Y un evangelista de Ribera junto a las Máscaras bailando de Solana? Por supuesto, estamos hablando de dos artistas cultos y bien conocedores de la tradición pictórica en España, asumida en sus imaginarios y en sus obras. Eso no justifica estos trompicones para los visitantes, lo que en último término debería haberse dejado en el catálogo, donde hallamos en el ensayo del comisario el origen de estos desatinos.
La noción de España negra la tenemos todavía hoy tan asumida y es tan cautivadora que, especulando sobre su origen, puede llevar a despeñarnos. Si realmente consideráramos remontarnos hasta un pasado pretérito, como se pretende aquí, es inútil buscarlo en autores foráneos influyentes en el Siglo de Oro y el barroco español, del Greco a Ribera, olvidando el origen común expresionista de la plástica en España y en los Países Bajos. Eso explica, como botón de ejemplo, que a la postre los coetáneos Gutiérrez Solana y el belga James Ensor puedan estar tan cerca. A pesar del salto cromático, este diálogo merecería una exposición que, además, arrojaría luz sobre la tan cacareada y estéril peculiaridad y aislamiento del arte español durante este periodo.
Por otra parte, y al margen de estos intermitentes desatinos, la raíz de la representación de la España negra en nuestra tradición pictórica queda evidente en esta exposición, en su introducción y epílogo: desde el innovador Goya, del que podemos disfrutar aquí algunos de sus Caprichos, y su seguidor Eugenio Lucas, tan presentes en muchas composiciones de Solana. Es decir, desde que en la renovada pintura comienza a reflejarse con espíritu crítico la divergencia de España respecto a la modernidad europea, la persistencia de supersticiones y costumbres atávicas, retrógradas frente a la constitución de los nuevos Estados.
Por último, frente a la innecesaria addenda de una sala dedicada a la fotografía de fallecidos a comienzos del siglo XX, común en Europa, y por más que las imágenes de Fernando Navarro sean impactantes; resulta muy pertinente e interesante la dedicada a la popularización de la España negra en grabados, desde el enlace de Darío de Regoyos, nacido solo once años tras la muerte de Goya, al coetáneo Ricardo Baroja.