No es este el mejor Generaciones que recuerdo, y no porque los proyectos de los artistas —una nómina de 8 entre los que despuntan algunos nombres muy interesantes— no estén a la altura, sino por la dificultad, una vez más, de hilar en una muestra colectiva propuestas tan diferentes. A pesar de ello, se pueden atisbar tendencias: predomina la escultura instalativa y hay una ausencia total de pintura, también un cierto regusto por hablar desde lo subjetivo de cuestiones —el amor, el espacio doméstico, nuestras raíces…— que de algún modo nos atraviesan a todos.
Bienvenida sea, pues, esta propuesta anual que pone en el mapa nuevos nombres y permite a los artistas dar un paso más en sus investigaciones con los 10.000 euros de producción que aporta la Fundación Montemadrid. Así lo ha hecho Esther Gatón (1988), trabajando por primera vez con bioplásticos, un material vegetal comprometido con el medioambiente, que ha acompañado de luces que se activan con la presencia del espectador. Consigue así nuevas texturas, algunas de ellas casi líquidas que nos recuerdan en sus burbujas babosas a las formas vítreas de Gustav Metzger.
Entre las propuestas más sobresalientes están las de Mónica Mays y Nora Aurrekoetxea. Mays (1990) ha dado un paso de gigante estudiando a conciencia las representaciones botánicas en los textiles. Presenta en la sala todo lujo de detalles: un delicado bordado hecho en colaboración con tejedoras de un pueblo cercano a Doñana, varias piezas cinéticas en las que los usos de madera se mueven como derviches, e incluso uno de sus "hatillos expandidos", envuelto aquí en un tejido de red desbordado por gusanos de seda. Por su parte, Nora Aurrekoetxea (1989) reflexiona con una escultura-biombo —hierro forjado y varios tótems hechos con tela de cemento sujeta con horquillas— sobre cómo están pensados nuestros espacios habitacionales (para unidades familiares tradicionales).
No hay pintura y predomina la escultura, también un cierto regusto por hablar desde lo subjetivo
Hay también una mirada puesta en lo vernáculo. Christian García Bello (1986) continúa su trabajo en torno a los materiales de su Galicia natal, deteniéndose ahora en las formas de la arquitectura popular y en las herramientas de los oficios, con pequeños detalles muy emocionantes como las redes de pesca teñidas con corteza de pino y de roble. Y Abel Jaramillo (1993), que hace doblete en la Sala Amadís dentro de las becas Injuve, sigue el rastro de Celestino Coronado, el director de cine y teatro, con un trabajo documental en el que la historia y la memoria son primordiales.
Sorprende, por último, que dos de los 8 artistas hayan trabajado con el sonido, Sofía Montenegro (1988) con una instalación puramente sonora hecha con plásticos que nos hace sentir las ráfagas de viento, las tormentas y hasta el fuego. Y Sara Santana (1994) habla en su Beato de Ámsterdam de la voz, la oralidad y la traducción. Abre nuevas conversaciones Pablo Durango (1988) con una estética entre neogótica y cíborg con la que aborda cuestiones de lo posthumano y lo queer, un tema, este último, omnipresente en varias exposiciones que están inaugurando nuestros museos.