Los paisajes naturales en 11-11 están sometidos a la capacidad destructora del hombre

11-11: Memories Retold conmemora el centenario del fin de la Primera Guerra Mundial con una perspectiva que bascula entre los dos bandos con buenas intenciones y una prodigiosa dirección de arte, pero superficial en lo jugable.

La obra es una colaboración entre el estudio francés DigixArt y la legendaria casa de animación Aardman, responsable de Wallace & Gromit y Chicken Run entre otros. A pesar del pedigrí de la propuesta, la dirección artística no trata de emular el clay motion, que tanto éxito ha deparado a sus artífices, sino que está claramente influenciada por los maestros del impresionismo. Algunos juegos, como las últimas entregas de la saga Zelda, han enarbolado a Cézanne y a la pintura au plein air como claros referentes artísticos; pero no es nada habitual un compromiso tan devoto cuando no se busca sortear las limitaciones técnicas del hardware. Es una decisión atrevida, que puede generar dudas cuando la cámara se centra en las facciones de los distintos personajes, convertidas en manchones de limitada expresividad, pero que conforme avanza la trama termina convenciendo por el inteligente uso que hace de la luz y la evocación que llegan a suscitar sus escenarios de batalla. La belleza primigenia del mundo natural subyugada al imperio de la guerra industrial.



El principal recurso narrativo de 11-11: Memories Retold es el doble punto de vista que maneja con sus protagonistas. Por un lado, Harry, un ingenuo fotógrafo canadiense que se alista en el ejército para intentar ganar la admiración de una chica. Por otro, Kurt, un alemán determinado a encontrar a su hijo desaparecido en el frente. Sus historias se cruzan en momentos puntuales, pero durante el grueso del relato mantienen una distancia dramática que permite al juego oscilar entre dos tonos muy diferentes. Harry, interpretado por el conocido actor Elijah Wood, mantiene un optimismo artificial como parte del aparato propagandístico. El comandante que lo recluta, un narcisista vivaracho que trata de camuflar a toda costa su tormento interior, lo utiliza para engrandecer su figura y manipular el ánimo de los combatientes, por lo que tarda un tiempo en darse de bruces con la séptica realidad de las trincheras. Kurt (Sebastian Koch), en cambio, soporta el peso del mundo sobre sus hombros. El incierto destino de su hijo le sumerge en un estupor febril que lo lleva al campo de batalla aun sabiendo que las posibilidades de encontrarle son cuanto menos remotas.



Puzles sencillos

La vocación pacifista del título hace que el juego renuncie desde el primer momento a cualquier componente de acción. El problema es que ninguna de las mecánicas con las que trata de sustituirla terminan de funcionar. Son puzles demasiado sencillos y alguna fase de sigilo descafeinada, suficientes para avanzar la trama pero no para mantener el interés, centrando todo su valor en los aspectos más formales. A pesar de los escenarios sombríos por los que transita, el juego nunca se sumerge en los horrores de la guerra, prefiriendo mantener la cabeza por encima del lodo de las trincheras, incluso con algún detalle pueril que desvirtúa la gravedad de los hechos recreados. Pero el imponente apartado artístico, que sumerge al jugador en un verdadero cuadro viviente, y la bondad que rodea todo el proyecto, se erigen en argumentos suficientes para recomendarlo. Cada vez más, editoras importantes, en este caso la japonesa Bandai Namco, están apoyando iniciativas ambiciosas de este tipo; algo que, como lo acontecido el 11 de noviembre de 1918, solo puede ser motivo de celebración.



@borjavserrano