25 de octubre de 2019. Seis de la tarde. Picadilly Circus. Kyle Garrick y el resto de su unidad de respuesta táctica sigue a una furgoneta blanca. El nivel de alerta es crítico, pero las reglas de enfrentamiento son tajantes: no pueden disparar. Al ver armas la unidad se despliega para interceptar a los sospechosos que viajan en el vehículo, que salen al darles el alto, pero en vez de detenerse con las manos sobre la cabeza, avanzan como si no entendieran las órdenes. De repente la furgoneta pega un acelerón hacia la plaza y estalla. El caos se desata en el centro de Londres.

Docenas de terroristas desenfundan pistolas y subfusiles y empiezan a ametrallar a todo lo que se mueve. Los civiles huyen en estampida en todas las direcciones. La policía urbana, con sus abrigos de amarillo fosforescente, se intenta parapetar tras los coches, pero sus ropas reflectantes los convierten en objetivos prioritarios de los tiradores. Garrick avanza hacia la plaza, tratando de neutralizar la amenaza, pero es casi imposible identificarla: hay civiles por todas partes, huyendo despavoridos de las bocas de metro, corriendo directamente hacia el fuego cruzado. Hay tiradores en las ventanas de las tiendas, francotiradores y lanzacohetes en los tejados. Ejecuciones públicas de viandantes en las esquinas. Más furgones irrumpen en escena, arrollando a los coches en las vías, y de ellos bajan terroristas suicidas que se abalanzan sobre los pocos operativos presentes. Más explosiones, más gritos. Llega el ejército.

Realismo y terror

El capitán Price se une a Garrick y entran en una tienda de electrónica. Varios rehenes piden ayuda desde el piso superior. Avanzan con cautela, pero el lugar parece despejado. Cuando llegan arriba ven la razón. Uno de los rehenes tiene un chaleco bomba. Pide ayuda desesperadamente, pero Garrick ni siquiera puede inspeccionar el dispositivo, que está asegurado con un candado. En la cuenta atrás apenas quedan segundos. El capitán Price le aparta de un empujón, levanta al rehén y lo arroja por la barandilla al primer piso. La detonación hace temblar los cimientos, pero el resto consigue sobrevivir. Los primeros compases de la campaña del nuevo Call of Duty son la destilación del horror colectivo de nuestros días. Un salvaje atentado en directo, donde la confusión y la vulnerabilidad reinan por doquier. Y a partir de ahí, el resto de niveles sigue el mismo patrón de realismo y terror. Aunque la acción se concentra en el país ficticio de Urzikistán, son evidentes los paralelismos con Siria, con milicias kurdas tratando de combatir al mismo tiempo a rusos y a células terroristas radicales embebidas en su propio territorio. Los creativos de Infinity Ward se han fijado en películas como American Sniper o 13 horas (sobre el asalto a la embajada de Bengasi), para plantear las fases de acción, incluso hasta el punto de llegar a calcar secuencias, pero el resultado es inmejorable.

Dilemas morales

En un evento celebrado en Londres hace una semanas Taylor Kurosaki, director narrativo del juego, hizo énfasis en cómo habían tratado de encapsular los dilemas morales a los que se enfrentaban las fuerzas especiales que intervienen en este tipo de operaciones, buscando el asesoramiento de Navy Seals (también presentes en el evento) para reflejar con fidelidad hasta el último detalle, tanto técnico como humano. El asalto a las bases terroristas son momentos de alta tensión, donde las fronteras entre civiles, rehenes y enemigos están más difuminadas que nunca, y donde una reacción a destiempo tiene consecuencias devastadoras.

Los guionistas han apostado por ofrecer diferentes puntos de vista, otorgando un papel predominante a Farah, la líder kurda. En un flashback de cuando era una niña la acción empieza con su cuerpo diminuto enterrado entre los escombros tras un ataque con misiles. Nada más ser rescatada por sus vecinos y entregada a su padre, fuerzas rusas empiezan a masacrar a todos, y para terminar, despliegan un salvaje ataque con gas venenoso sobre todo el pueblo, matando hasta a los animales. Es una escena cruenta, que pone al jugador en el papel de víctima, al otro lado del poderío militar que esta saga tantas veces ha glorificado en el pasado, que muestra en primera persona las brutales consecuencias de las armas de destrucción masiva que se han usado en Siria, y que explica el desarrollo posterior de Farah y su rechazo visceral al uso de armas químicas, incluso en casos de franca inferioridad.

PlayStation decidió no publicar el juego en su tienda digital en Rusia, y el clamor en internet de jugadores (o bots, nunca se sabe) molestos por la representación de su país en el juego explica los motivos. Aunque en Infinity Ward han intentado curarse en salud explicando de manera tenue que todo se debe a las acciones de un general que va por libre, la verdad es que los crímenes de guerra de los que les hacen responsables en la ficción, incluyendo una autopista de la muerte que recuerda a la de Kuwait en el 91, están a mucha distancia de las acciones cuestionables atribuidas a los occidentales.

Call of Duty Modern Warfare es un reinicio de la subsaga más exitosa de esta gigantesca franquicia y, más allá del evidente ejercicio cínico de marketing de reutilizar el nombre, Infinity Ward ha superado con méritos la extraordinaria prueba a la que se enfrentaba: hacer un juego relevante, con mucho que decir sobre la realidad geopolítica de nuestros días, al mismo tiempo que componer un trepidante thriller de acción con un ritmo que no decae en ningún momento, con personajes bien dibujados, y manejando con tino las muchas situaciones delicadas, sin los exabruptos del pasado (como el infame No Russian de 2009). La única pega, como ya es habitual en estos juegos, es el doblaje en español, con una Najwa Nimri bastante perdida. Aunque el nivel general es decente, no se puede comparar con el reparto original, que durante dos años ha trabajando codo con codo con guionistas y creativos para insuflar vida a unos personajes icónicos. La decisión de Activision de no incluir el audio original como opción sigue siendo incomprensible.

@borjavserrano