Hace una semana dormí en el cielo un par de días: en el Instituto Astrofísico de Canarias, en el Roque de los Muchachos, Isla de La Palma, rodeado de telescopios que trabajan en el descubrimiento del futuro, el cielo entero. Dormí, todo un privilegio, en la habitación en la que durmió uno de los héroes de la Humanidad, el astronauta Neil Armstrong. Digo privilegio y me quedo muy corto: decir Epifanía (en el sentido joyceano del término), deslumbramiento, tal vez (¿por qué no?) un gran descubrimiento. No sólo dormir en el cielo, en la cumbre universal del conocimiento astrofísico, sino desayunar, almorzar, cenar y hablar con los científicos que, con una austeridad y una pasión tremendas, se pasan la noche entre fotones de hace millones de años, estrangulando la luz en los telescopios, desarrollando hipótesis, atravesando de parte a parte la nada y el todo, el cosmos, en sólo un instante.
Todo eso tan inmenso, el Astrofísico de Canarias, fue posible gracias a la conjunción (sincronicidad, según Jung) de dos personajes muy especiales y únicos: Francisco Sánchez, científico y creador del Astrofísico, y Jerónimo Saavedra, cuando fue presidente del Gobierno de Canarias. No es, en ningún modo, un parque temático: es un lugar de trabajo donde hay que hablar bajo y no se pueden encender luces que contaminen los trabajos científicos de la noche. Y, en el mundo de las Islas y de España, es una burbuja internacional que no siempre, desgraciadamente, tiene el aplauso de los que gobiernan las instituciones.
Esos dos días en el Roque de los Muchachos, visitando sin parar telescopios, por dentro y por fuera, tocando el cielo de la noche con la mano y los ojos más allá de la vista, resultaron un gran regalo. Ahora sé el trabajo de tantos silenciosos científicos, de tantos funcionarios que luchan a brazo partido por que funcione a la perfección esta catedral del saber humano que descansa en el vacío cósmico, lleno de códigos matemáticos, con recorridos en millones de años luz: Andrómeda más allá de la Vía Láctea, el Señor de los Anillos (Saturno), Júpiter rodeado de sus cuatro satélites, y la caída del sol en el solsticio exacto del verano. Ahora sé del esfuerzo descomunal de Rafael Rebolo, actual director del Astrofísico, a quien le muestro aquí mi agradecimiento por haberme convertido en visitante ilustre del instituto cósmico, como agradezco a todos los que me ayudaron a entender y a saber más de lo que no sabemos todavía apenas nada: ese mundo interminable que nació en el Big Bang (¿pero qué o quién o quiénes produjeron ese fenómeno que marca el nacimiento de todo?) y que se sigue expandiendo en lo que llamamos infinito sin tener en cuenta razonable lo que estamos diciendo.
Un día antes, en el Museo de la Ciencia, en La Laguna, Isla de Tenerife, otra burbuja científica de primera categoría universal, el Dr. Mampaso (nieto de uno de los fundadores de la Institución Libre de Enseñanza) tuvo la deferencia de hablar largo y tendido del universo y del cosmos, de lo divino y lo humano, de lo simbólico y lo intangible, una lección impagable. Fue una maravilla todo lo que hablamos, todo lo que vimos, toda la experiencia del Teide, en Izaña, mirando por el telescopio nocturno al universo de la mano de Alfredo Rosenberg y de Elena Mora.
Todavía me estoy recuperando de la impresión que me produjo esta visita. El mono curioso que hay en mí recordó los programas de Carl Sagan, la película Blade Runner, sacada de una novela extraordinaria, y aquella otra genial, 2001: Una odisea del espacio.
¿Qué fue lo que hizo que el mono que somos, desnudo entonces y todavía, se levantara sobre las dos patas y aprendiera a caminar y a vivir erguido? Siempre pensé que lo hizo su desmesurada preocupación por la curiosidad. "Para ver más lejos en la pradera", me contestó Mampaso, "y para evitar la mortal radiación en sus espaldas", añadió, cosa que yo ni me había imaginado. ¿Y qué hizo que el mono curioso saltara del instinto al pensamiento? Mi reflexión, y estos conocimientos de ahora (de los que saben que por saber afirman que no saben nada, como hace tantos siglos dijo Sócrates), no me sacan de mi criterio: Hobbes tenía razón, el hombre es un lobo para el hombre, es un destructor y un depredador extraordinario (por eso estamos aquí), es un genio, o puede serlo, o un loco (que lo es, aunque se contenga).
Vuelvo a pensar en esos dos días en los que estuve durmiendo en el cielo. Sueño con las estrellas que ya no están en nuestro tiempo, sino en el suyo, el que reciben los telescopios. Intento, desde mi estado profano de la cuestión, adaptarme por un instante a ese infinito que nos es tan infinito. No puedo: somos finitos y el universo infinito no puede cabernos racionalmente en la cabeza. Pero en el Astrofísico de La Palma volé por dos dos días sobre el infinito y la razón y fue una experiencia ya inolvidable. Como la primera vez que vi el Machu Picchu. Gracias por todo.