Los fantasmas del escritor no desaparecen nunca, ni siquiera cuando ese escritor ha cumplido con el reto de sus fantasmas y acaba por escribirlos en un poema, en una novela, en un ensayo o en un guión cinematográfico. Siempre están ahí, como una enfermedad paranoica (aunque no lo sea, ojo, aunque no lo sea), aceitando los mecanismos de la escritura de quién de perseguido por esos fantasma termina por ser el perseguidor de esos mismos fantasmas. Paul Auster acaba de reconocerlo una vez más: dice que dialoga con sus fantasmas. Sabato los llamaba fantasmas (y él tenía muchos) y Vargas Llosa los llama demonios. Son nombres literarios para describir las obsesiones del escritor. Hay escritores que se enfrentan a sus fantasmas nada más aparecer en su imaginación. Otros, cuando se sienten perseguidos por una determinada obsesión, un recuerdo, una experiencia, una gran felicidad instantánea o una tristeza desgraciada, le dan largas al asunto: quieren probar la fuerza que tiene el fantasma o los fantasmas y se pasan años dialogando con ellos, dándoles vueltas, tratando de cogerlos en algún renuncio que deje ver su lado débil. Auster dice fantasmas y yo digo que incluso una simple palabra, la búsqueda hasta la desesperación de la palabra exacta y su lugar en el texto, puede ser un fantasma terrible. Esa palabra exacta y su exacto lugar en el texto que se escribe: el mayor fantasma y el más tenebroso para un verdadero escritor, en mi concepto de lector y escritor.
La mayoría de los lectores no tienen en cuenta que la teoría de los fantasmas es cierta en el escritor. Ni lo tiene en cuenta ni le importa, ni a lo mejor tiene que importarle. Digo, la mayoría, la que cuando "lee" se queda sólo con el "asunto", lo que llamamos el argumento que, para muchos escritores, es el único fantasma o demonio a tener en cuenta. Quiero decir que hay fantasmas argumentales, los que se retratan luego en la escritura, y hay fantasma gramaticales. A García Márquez, y a otros muchos también, le gustaba saltarse las leyes de la ortografía e, incluso, a veces las de la semántica. No es dar, pues, gato por liebre sino entrar en las oscuridades cerradas de la tradición con un rayo láser que le dé a la palabra o la frase otro color distinto al conocido. En ese caso, todo un hallazgo. Flaubert se dedicaba a esas minucias que lo hicieron eterno. Para él era tan importante él fantasma histórico como la pelea con el fantasma gramatical, puramente verbal, dentro del texto. Otros escritores no entienden de esas sutilezas: van directamente al argumento, porque creen que lo que escriben no sirve sino para ser leído, que entre líneas no se debe decir nada y que hay que contarlo todo de forma que el lector no tenga que sufrir pensando: picadito y cortito, para que la comprensión llegue incluso a los analfabetos de fin de semana. Allá ellos. Quiero ser claro y resulto oscuro, escribió el poeta latino Horacio para defenderse o atacar a los fantasmas de las palabras que le nublaban la vista imaginaria del poema. Al final, su obsesión quedó sometida por su talento. Ahí están, hasta hoy, sus resultados. ¡Ay de aquel escritor a quien se le esfuman estos fantasmas o demonios antes de cumplir con el reto de escribirlos! Y luego están los imbéciles: los que creen que el escritor es un paranoico porque tiene muchas obsesiones, fantasmas o demonios. Están los imbéciles que creen que esas cosas son en verdad asuntos de paranoicos que creen que los están siempre persiguiendo.
Tengo un amigo, el padre de un tipo interesante que se llama Emilio Renzi, que nos enseñó que el hecho de que haya gente paranoica, mucha gente, no elimina la realidad que nos dice que hay más perseguidores que perseguidos. Al escritor lo escogen, en principio, sus fantasmas personales, y otros de todo género, pero luego es el escritor quien decide a qué fantasma atacar primero de los muchos que lo acucian. Hay, por supuesto, escritores que se pasan la vida obsesiones por lo que escriben otros escritores: son los perseguidores a los que me refiero. Esos son los mismos que llaman paranoicos a los que se dan cuenta de que son objetos de los perseguidores, los verdaderos obsesiones con otros escritores. Yo tengo uno muy especial, que me persigue hasta más allá del silencio, trata de controlar hasta mi cotidianidad, interviene cada vez que puede para que las cartas de mi destino no me den premio, incluso en los jurados de los premios a los que me presento tal vez sea el único que no me vota. En fin, un perseguidor de los buenos, aunque hasta ahora con escasa suerte. Cuando habla de mí en público, con amigos y otros súbditos, termina siempre definiéndome con una palabra que me hace reír a carcajadas: paranoico, me llama. El perseguidor llamando paranoico al perseguido. Así son los fantasmas, los demonios y algunos tristes imbéciles que se pasan la vida tratando de destruir a los demás por pura envidia, por la certeza de que nunca los perseguidores escribirán mejor que los perseguidos.