España es un país donde los títulos intelectuales se reparten, como los de la nobleza rancia, entre los amigos y los parientes ideológicos. Es uno de los países de todo el mundo con más "intelectuales de gran prestigio" pastando en sus jardines, como los héroes de las epopeyas griegas. Un mentiroso (de los que Jean-François Revel señalaba como los agentes que mueven el mundo) puede, a sabiendas de que miente o sabiendo lo que hace, elevar a "intelectual de gran prestigio" a su jefe de toda la vida por el mero hecho de que es su jefe, a quien ha portado la maleta más de mil veces, no porque sea ni intelectual ni mucho menos de gran prestigio. Para eso se necesita una obra, una maestría constatada, una vida entregada al menester intelectual con todas las consecuencias: la de quedarse solo en su cueva luchando contra todos los mentirosos del mundo o la de, con su gran prestigio de verdad, ganar la batalla. El jefe del mentiroso no tiene obra, no tiene ningún mundo intelectual, no tiene prestigio (sus últimas aventuras como empresario han provocado la ruina de sus empresas: pregúntenle a los accionistas a los que ha llevado, por garabatos de su voluntad, de la riqueza a la más absoluta miseria). El jefe, "intelectual de gran prestigio", en este caso, no es intelectual, no tiene ninguna grandeza y carece a estas alturas, de todo prestigio. Lo único que tiene el jefe es poder para convertir al mentiroso en un mindundi en cuanto se salga de la raya por la que ha de caminar o en cuanto deje de prestarse -el mentiroso, me refiero- a llevarle la maleta. El mentiroso, mientras no lo tocan, dice que el periodismo es su vocación de vida, pero no deja de mentir por su propia causa, por su conveniencia o por los de su empresa. Es un hombre entregado, sin criterio, que respira una asmática frivolidad y da papeles de "intelectual de gran prestigio" en esas supuestas entrevistas donde lo único que hay son caricias para el entrevistado y caricias y cariños del entrevistado para el entrevistador. Luego dicen que el pescado es caro y que el periodismo se están hundiendo por culpa de las redes sociales. No se puede mentir todos los días cuando se escribe en un periódico.
Revel, lo escribí arriba, afirmó que la mentira mueve el mundo, y el mundo nazi se dio cuenta de que una mentira repetida muchas veces termina siendo la mayor verdad del mundo. Aunque sea una gran mentira. España no tiene ni más ni menos mentirosos que el resto del mundo, no es ni peor ni mejor en muchas cosas en las que opinamos que es peor. España, eso sí, es el país donde los mentirosos con un poco de picaresca a sus espaldas hacen una carrera tal de éxitos y triunfos que terminan ellos mismos otorgando el título de "intelectual de gran prestigio" a cualquier muchacho con dos o tres libros publicados, sin que ese dato haya removido el mundo ni del teatro ni de las artes ni del pensamiento. Al contrario: en todas las páginas de sus libros hay una ausencia que delata la farsa. No hay ni siquiera el más mínimo pensamiento abstracto. ¿Sabrá el mentiroso quién mató a Liberty Valance? No sólo en el Viejo Oeste una leyenda de mentira vale más que la verdad. No dejar que la verdad te destruya un gran reportaje es uno de los mantras que los viejos periodistas, con estilo, con ganas, con sabiduría, con ética y con estética (léase Manuel Leguineche entre nosotros) clavaba a sus espaldas en la pared de su despacho para hacer, en cuanto se sentaba a trabajar, todo lo contrario: declararle la condena a muerte a la mentira y dedicarse sólo a averiguar la verdad en sus escritos.
Regreso al título de "intelectual de gran prestigio" tan gratificado en España. Creo que fue Galdós quien dijo una verdad grande, luego manoseada por algunos otros escritores que no tenían su grandeza intelectual ni su ética, ni su estética: en España es fácil llegar a tener fama, lo que es muy difícil o imposible es perderla. Los mentirosos creen que, con la fama que tienen y las páginas que manejan en sus periódicos, pueden mentir a sabiendas las veces que les de la gana. Este es otro de sus mantras, que los de la televisión conocen bien: "No le des margaritas a los cerdos". Claro, los cerdos son los lectores, la audiencia, los espectadores. Así pasa lo que pasa: que el periodismo pierda confianza entre los que los mentirosos llaman cerdos en privado. Y, al final, el periodismo deja de ser una verdad para convertirse en la mentira que mueve y al mismo tiempo corroe el mundo. No me invento nada: conozco jefes que se han creído el título otorgado por los súbditos a su servicio; conozco mentirosos que no cesan de serlo y que se atribuyen el canon intelectual de cuanto haga falta con tal de que sus jefes los mantengan en sus lugares de "intelectuales de gran prestigio". Píquenmelos menudos que los quiero para la cachimba.