Desde mi casa de la sierra madrileña veo la cruz del Valle de los Caídos todos los días que estoy en ella. Voy a esa casa casi todo el verano, pero nunca he tenido la tentación de acercarme al Valle de los Caídos y entrar a ver lo que hay. Detesto ese monumento nacional-católico, levantado por Franco en su homenaje y a imagen y semejanza suya: mezquino, sórdido, hipócrita, embustero. Una vez en mi vida entré al Monasterio, si se le puede llamar así, por razones de trabajo: quería integrar la descripción interior y exterior del Valle en una novela, (Calima), creo recordar, que hablaba de finales del franquismo interminable (perdón, por el oxímoron, pero Franco lo era en realidad: era un mortal inmortal hasta que se murió). Había leído con atención el libro, tal vez ensayo, del inolvidable Daniel Sueiro sobre el Valle y el adefesio que le pusieron encima, y en ese libro leí los esfuerzos del arquitecto Muguruza, la elección de Juan de Ávalos como escultor (de dudoso gusto y talento, para mi criterio) y la construcción de aquel antro dizque religioso tan ofensivo para casi todos los ciudadanos españoles. Cuando voy a El Escorial, con bastante frecuencia en estos tiempos de verano, paso por delante de la puerta del Valle y siento un desprecio absoluto por ese "monumento".
Creo que los católicos honestos debieran sublevarse porque se hayan utilizado sus creencias y su religión para tal desafuero histórico-cínico. Soy de los mejores partidarios de sacar a Franco y sus restos de ese "monasterio". Es más, me gustaría poder sacar a todos los que están enterrados allí y que aquel monstruo quedará vacío y cerrado para siempre, como símbolo de lo que ahora llaman memoria histórica cuando, en fin, toda memoria es histórica, incluso las personales. Mi idea no es loca como la de otros, que es volar el adefesio, que salte por los aires, y quede sobre la montaña una nube de nada, un silencio al que mirar con la certeza de que nunca más los españoles vamos a cometer el disparate de matarnos los unos a los otros por supuestas fórmulas de política que, sea dicho de paso, detesto. Pertenezco a la tercera España, sin ningún tipo de duda: no cuenten conmigo para una guerra civil. Yo me iré a París, a llorar en la distancia la locura española que espero no volver a ver más en aquella tesitura mortal. Franco, pues, fuera del Valle. Cuanto antes, mejor. Dicen que en agosto y discretamente. Mejor. Es una reivindicación de esta democracia tan extraña, pero democracia al fin, que nos ha tocado vivir. Es verdad lo que dice un artículo reciente de The New York Times: no hay un monumento de homenaje a Hitler en Alemania; no hay un monumento en recuerdo de Mussolini en Italia. Pero Franco se acoge a la cruz para hacerla solo suya, irse a su cielo particular y para que no olvidemos nunca que estuvo aquí, con mano asesina de hierro, gobernando y sojuzgando este país lleno de maravillas y desgracias.
Habrá quien no esté de acuerdo conmigo. Está en su derecho. Habrá quien diga que me quedo corto: tienen el mismo derecho que los otros y que yo mismo. Pero la visión de esa cruz católica secuestrada por los criminales de la dictadura y obligada a ser el símbolo de un régimen dictatorial que mató a quienes luego, sin su permiso, enterró en el mismo mausoleo que el gran criminal, me provoca tristeza, ignominia, vergüenza ajena e indignación. Católicos: lo saben. O la cruz es de todos o es un pecado de apropiación indebida, que es el caso del franquismo y de aquella iglesia que se prestó, no ha tanto tiempo, a que con ella se blindara con sahumerio al régimen fascista de Franco.
Bien, estamos en el verano y veo, desde mi casa de la sierra, el monumento del Valle a los Caídos. Los Caídos, un invento de Franco y su maldita guerra, son los asesinados por unos y por otros en una guerra que ha llenado nuestra Historia real de vergüenza, memoria de muertos y soledad sin dioses. Trato de no mirar hacia el Valle, pero ahí está la cruz -que no es mi cruz, es decir: no es la que respeto- y su monumento horadado en Bárbara P. Salomon. La historia de la huida de Nicolás Sánchez Albornoz de aquel paraje al que lo habían condenado para trabajar en el gran adefesio. Recuerdo a Paco Rabal contándome en las noches del Oliver, tampoco hace tanto tiempo, cómo él y su hermano Damián llegaron al Valle con su padre, cuando aún eran muy jóvenes y cómo sobrevivieron en "el campo" a la desmesura de los criminales y al trabajo forzado. Recuerdo con tristeza las páginas de Daniel Sueiro sobre el Valle del horror. Ahí está todavía, pero no pierdo la esperanza de que algún día, tal vez en agosto y discretamente, lo vacíen de Franco para siempre.