Imagen de la portada de El Nacional de Venezuela

Imagen de la portada de El Nacional de Venezuela

Cada vez que en cualquier parte del mundo se cierra un periódico se muere en todo el planeta un punto de libertad por donde respira el hombre libre. Ya lo sé: la prensa, incluso la que llamamos libre, manipula más de la cuenta en cuanto los intereses de su empresa topan con la realidad de los hechos. Esa es la imperfección del ser humano. Pero una de las conquistas más grandes de ese mismo ser humano es la libertad de prensa, la libertad de expresión, la libertad de información y opinión sin la que no podemos decir que seamos libres.

Ahora le toca cerrar su edición de papel al gran diario El Nacional de Venezuela, un bastión de libertades donde todos los hombres libres nos sentíamos reconocidos y protegidos. Pero se acabó: las peores penurias han caído sobre El Nacional, un diario que formaba parte del tronco tradicional de las libertades de la democracia venezolana que un día fue admiración del continente latinoamericano y de todo el mundo. Un diario libre, un espacio de aire de todos, una respiración de libertad que se nos va en un territorio querido que ahora sufre las afrentas de la tiranía más soberbia, cutre y rancia del continente latinoamericano. Muchos estarán contentos creyendo que el chavomadurismo lleno de malandros ha obtenido una victoria. Bien: es posible que esa alegría se les vaya volviendo acidez de estómago cuando poco a poco y siempre en la lucha los demócratas venezolanos se pongan todos de acuerdo para salir del infierno en el que todos, unos y otros, están metidos. Sí, El Nacional seguirá editándose en la redes, seguiremos recibiendo noticias de Venezuela, de la Venezuela del sufrimiento y la esperanza gracias a este diario y a las nuevas tecnologías, pero no cejaremos hasta recuperar la libertad de papel que siempre es un periódico diario.

En 1979, fuimos a Caracas, Venezuela, J.M. Caballero Bonald, el editor José Esteban y yo. Íbamos a promocionar en la América que habla español un Congreso de Escritores en Canarias, que luego resultó magnífico y que, con esa altura de todo tipo, nunca se ha vuelto a celebrar en ninguna parte del mundo. Una de las visitas que hicimos venía obligada por la cultura, la libertad y la buena educación de las formas: El Nacional de Venezuela, en el centro de la ciudad de Canarias. Ahí nos recibió nada más y nada menos que Miguel Otero Silva, un escritor, un periodista poco común, un hombre de una calidad humana extraordinaria, un ser de los que había que conocer en aquella misma época, todavía Venezuela en su etapa saudí de riqueza, y el periódico en la cúspide de su gloria y fama. Silva nos recibió como si fuéramos amigos de toda la vida. A cada uno de nosotros nos dedicó atención, a nosotros y a nuestros trabajos literarios. Estuvimos sentados allí, en su despacho de dueño, señor y hacedor de su diario, dos o tres horas, mientras tomábamos café o tragos e intercambiábamos información de España y Venezuela.

Otero Silva tenía un gran sentido de la vida y del humor, como todo caballero educado. Iba vestido con una guayabera blanca de lino, perfecta, exacta, elegante, y unos pantalones grises. Zapatos negros y calcetines negros. El resto era su palabra y su gesto: elegancia, distinción, cabalidad. Nos contó durante una hora la historia del periódico, su capacidad de supervivencia, la subida del prestigio, contrastando con otras temporadas de penuria y persecución política. Nos contó de su exilio político, aunque él podía, era sumamente rico y tenía, entre otras propiedades, un castillo en Florencia, Italia, donde García Márquez sitúa la acción ficticia e imaginaria de uno de los mejores artículos de ficción que le leí nunca.

Después, entramos en la política editorial del mundo y Otero Silva nos contó una curiosa anécdota que nos hizo reír mucho a los tres visitantes. Sucedió que, en un determinado momento, una editorial moscovita se interesó por publicar dos de sus novelas y Miguel Otero Silva llamó a Barcelona a su agente editorial que, como no podía ser menos, era Carmen Ballcels. Durante meses Carmen y la editorial moscovita se encerraron en una encendida pelea: la agente pedía mucho dinero y la editorial moscovita le negaba esa solución. Cansado de aquel tira y aflora, Otero Silva volvió a llamar a Carmen a Barcelona para que le explicara las razones de la tardanza en el arreglo editorial. Cuando supo que era por dinero, Otero Silva estalló por teléfono y le dijo a su agente: "¡Carmen!, por favor, yo dinero tengo de sobra, lo que quiero es que mi nombre y mi obra tengan una entrada en la Enciclopedia Soviética". No recuerdo cómo acabó el asunto, pero conociendo a Carmen mucho me temo que no tuvo buen final.

El Nacional, pues: una luz de la libertad que vamos a seguir defendiendo, sobre todo en los días malos que le toca vivir.