Terminé el año releyendo una novela de Francisco Ayala sobre imposturas políticas y usurpadores: siempre existieron. El tiempo que nos lleva a toda velocidad nos engaña y se divierte haciéndonos creer que ahora, el presente, es la primera vez en la que impostores y usurpadores se han hecho cargo del poder, mientras la sociedad, imbecilizada con chucherías, pan y circo, mucho circo, asiste embelesada a su propio sacrificio. La impostura es una profesión como otra cualquiera, sólo que en el escenario de la política triunfa siempre el actor, que es en el fondo un impostor.
He leído aquel artículo de Ayala en estos días: el que trataba de "la tercera España", una síntesis a desarrollar en un estudio más profundo y sólido. Pero el artículo de "la tercera España" era suficiente para entender lo que Ayala quería decir: habíamos llegado en la nueva democracia española a superar aquel enfrentamiento odioso de las dos Españas de siempre. Ahora hemos llegado a un territorio político que hubiera merecido una advertencia importante por parte de las Casandras inteligentes. Ahora, impostores y usurpadores hacen su trabajo sin ninguna metáfora ni juego literario. Mienten cada vez que hace falta y transforman la política en un barrizal ético, sin estética ninguna. Y, entre bambalinas, se ríen a carcajadas, como al final en las esquinas de su podredumbre se ríen las ratas. Líbrense inmediatamente, político o no, de quienes se ríen como las ratas (ji, ji, ji): ahí, en ese corazón, hay un engendro de maldad que saldrá a la luz cuando menos se lo esperen. Primero les dirán que lo primero, el primer objetivo de sus vidas, es la lealtad, y ustedes terminarán creyéndolo. "Aquel que te proponga negociar, ese es el traidor", dice Corleone en El padrino de Mario Puzo. El que te hable sin venir a cuento de que él es el más leal de todos, ese es el traidor, viene a decir uno de los personajes novelescos de Javier Cercás. El desleal es el máximo impostor. La traición nace de la ruptura de un juramento sagrado que dice, como los mosqueteros del Rey de Alajandro Dumas, todos para uno y uno (cada uno) para todos.
Ninguno de esos valores vemos hoy en la vida política. Sólo un arrabal de poca monta donde grita una mediocridad insoportable. Unos dicen una cosa y otros dicen otra, y al final, cuando les interesa, dicen la misma, se abrazan, se besan y participan de un banquete que, en Venezuela, y en tiempos democráticos, llamaban la conchupancia. Ayala ya creía que con el felipismo, con los socialistas de los 80 en el poder, había llegado por fin la superación entre compatriotas, y entre los territorios de la vieja y ensangrentada España. Yo sigo creyendo en las enseñanzas de Ayala, a pasar de que hemos perdido mucha fuerza de esperanza en esta cilindrada, hoy mermada de ilusiones y entregada al futuro de los impostores mediocres. Sólo basta ver lo que piensan los socialistas de los 80, los que hicieron que España finalmente fuera Europa, para saber en qué ciénaga nos hemos metido, sin mucha esperanza para salir de este asco horroroso. La tercera España y el bipartidismo han sido borrados del mapa por los dos dragones de las eternas dos Españas: la solución era el problema, y ahora lo vemos, entre las torpezas y los tartamudeos de los principales usurpadores de nuestra sociedad.
En estos finales de año he vuelto a leer los papeles que Benito Pérez Galdós leyó en la Academia, en su segundo intento por entrar en la Docta Casa, tras haber sido rechazado por razones que hoy se me antojan de puro delirio. O sea, sin razones.
Los papeles de Galdós, leídos por él mismo en la Academia, no sólo eran un aviso a navegantes y mercaderes de la política, sino un recuerdo para los impostores y usurpadores del futuro político español. La élite política de entonces era muy parecida a la de ahora, añadiéndole a la de ahora una dosis inmensa de mediocre imbecilidad. Porque hasta en la imbecilidad son mediocres, rurales, adanistas crudos y sin bautizar, impostores, usurpadores. Cierto, hay que sentarse y hablar. Pero hay que hablar con todos, no con unos cuantos a quienes necesitamos para quedarnos dentro de palacio. Galdós, ética y estéticamente, les llevaba a sus oyentes eclécticos y a los doctos académicos cientos de pueblos y pueblos. Clamaba en el desierto de un siglo en el que el país espléndido del que somos connaturales ha cambiado mucho para no cambiar nada. Lampedusa en España, ¡quién nos lo iba a decir hace veinte años! Ahora pululan en el mundo de la comunicación como iconos de nuestra política decenas de ilusionistas, payasos convulsivos, embusteros, traidorzuelos y traidores, muy mediocres todos, que se sirven de la palabra como si fueran realmente propietarios de ellas. "Yo soy el dueño de las palabras, y las palabras significan lo que yo quiero que signifiquen", se lee en Alicia en el país de las maravillas. ¡España, aparta de mí este cáliz", dice el poeta crucificado en su propio sufrimiento. Lo vio Galdós. Lo volvió a ver Ayala: la ciénaga continúa atrayendo a los mediocres y desleales, miles y miles de animales que sueñan con ser superhombres. La ciénaga no morirá: es inmortal.