George Orwell y Aldous Huxley, cada uno con su genialidad, no inventaron el futuro, sino que lo entrevieron en algún recuerdo de ese mismo porvenir. La tentación del ser humano por poder someter a sus semejantes y el miedo provocan el resto. Ese mismo ser humano llamado Prometeo, que se subleva contra los dioses y roba el fuego para entregárselo a los hombres, no tiene ningún obstáculo en el sueño de los siglos en someterse como esclavo al Jefe y, además, sentirse en paz, en orden consigo mismo y, sobre todo, feliz, cómodo con esa felicidad en su profunda esclavitud. El imaginario literario de Orwell y Huxley se ha quedado más bien corto en este mundo que ya estamos viviendo. De la tentación totalitaria al totalitarismo hay solo un paso. Una vez que el Jefe y sus secuaces lo dan, ya no hay marcha atrás. La lujuria del poder absoluto se retroalimenta con cada hora que pasa y "el mundo feliz" se hace eterno: así tenían que ser las cosas. Por eso los libros, digamos las novelas (aunque, en el fondo, hay mucho de ensayo en esas novelas), son también eternas en la memoria de los hombres, como lo es el documento literario e histórico El corazón de las tinieblas, de Conrad, tan recordado siempre y ahora también.
Este mundo que vivimos es mejor que el que vivieron otros en el pasado, o eso dicen algunos: que el progreso es imparable. Pero la Historia no camina en línea recta, tiene sus grandes retrocesos. Y ahora estamos en uno de esos socavones de la Historia que nos hacen reflexionar sobre si era verdad que vivíamos en el mejor de los mundos posibles y pasados o si, por el contrario, todo eso forma parte de nuestro vicio por la heroicidad y la mitología. Este mundo que vivimos, si hubiéramos progresado en línea recta, no sería ya el mejor mundo que hemos vivido, pero la civilización se detuvo hace años entre el pelotón de cabeza de los seres humanos y aquella supremacía civilizadora se ha dejado suplantar por la barbarie que ahora nos domina. De modo que no soy partidario de este mundo que vivimos, aunque no echo de menos ni la juventud perdida ni tampoco cuando quiero llorar no lloro y a veces lloro sin querer.
Siempre sospechamos que en este y en todos los mundos el demonio estaba suelto por ahí, en mil lugares. Veíamos el mal que hacía y lo llamábamos también el Mal, con mayúscula, suelto, pues, en el mundo para convencer al mundo de que no existe. Ahora prelados, políticos, cantantes famosos y estúpidos en general (recuerde el mundo dormido que el número de los imbéciles es incontable) se han puesto a parlotear creyéndose dueños del lugar sagrado y propietarios de la palabra divina: ha sido el diablo el creador del coronavirus. El demonio, una vez más, suelto sobre la Tierra, el Mal haciendo todos los males que se le ocurren. Como diría Borges, en uno de sus momentos estelares, "es muuuucho". Sí, es mucho, pero todo forma parte de la confusión en la que ha entrado el llamado progreso para perderse tal vez durante décadas.
Algunos de mis amigos más cercanos, con los que dialogo en las tertulias de los martes en la terraza magnífica del Café Gijón, dicen que me he convertido en un pesimista irremediable que no ve ninguna solución para la Humanidad, sino todo lo contrario: que ese es su drama y su tragedia; que la única épica de su lírica es la supervivencia, a costa de lo que sea, y el mantenimiento de la especie, a costa de lo que ya sabemos. Ambrose Bierce decía que el instinto del sexo nos engaña con el placer y su recuerdo constante para que mantengamos la especie para el futuro: jefes y esclavos del futuro en potencia, en nuestra imaginación libidinosa y ofensiva.
A mis amigos les digo siempre que este y otros mundos no pueden vivir sin la vida, pero que la vida -la vida en general- puede vivir sin los otros mundos y sin este mismo sin ningún remordimiento. Porque una cosa es que sea pesimista con este mundo y su errático caminar y otra cosa es que lo sea con la vida. La vida tiende de manera irremisible a la libertad, y las dos, la libertad y la vida, devienen en una misma cosa para el hombre civilizado cuya pretensión no es sólo la permanencia de la especie sino el camino hacia adelante en la vida y la libertad. Eso es lo que quería decir hoy: el mundo es una cosa y la vida otra. Prefiero la vida al mundo que estamos viviendo, porque la vida, que es la libertad, está por encima del mundo. Alguien me dirá que para qué quiero la libertad. Recuerdo el recado de Lenin, y espero que nunca tengamos que enfrentarnos a sus iras y a sus mentiras brillantes. Pero ahí estamos, en una triple encrucijada que, como la Gorgona, multiplica sus cabezas cada vez que creemos que estamos a punto de acabar con ella. Y, entonces, ¿qué veremos en el futuro que vislumbramos solo entre tinieblas, entre este mundo y la libertad de la vida? Ya se verá, dijo el maestro Zen.