La tragedia de Filoctetes, amigo de Heracles, fue escrita por los tres grandes escritores trágicos de la Grecia clásica: Esquilo, Eurípides y Sófocles. La versión que más me gusta, la más humana, a pesar de la intervención divina en un momento crucial de la obra, es la de Sófocles. Que los tres trágicos clásicos, todavía no superados por nadie (salvo por Shakespeare, y tal vez) se hayan interesado por el personaje central, Filoctetes, dice mucho de la importancia del mismo. Camino de la guerra de Troya, durante una breve estancia en la isla de Crisa, Filoctetes, a quien Heracles regala el arco y sus flechas a la hora de su muerte, tiene "la mala suerte" (el karma, su destino) de tropezar con el árbol sagrado de la isla y su guardiana, la serpiente sagrada, lo muerde hasta hacerlo enfermar. Cuando embarcan hacia otra desde Crisa, los gritos y el hedor de la pútrida herida del héroe hace que la tropa se inquiete y se ponga nerviosa. Odiseo (Ulises) y otros caudillos argivos deciden abandonarlo en la isla de Lemnos, desierta absolutamente y sólo transitada por las aves de las que Filoctetes se alimenta en su confinamiento obligatorio después de cazarlas con el arco y las flechas de Heracles. Diez años pasa en Lemnos, en la soledad más absoluta el héroe griego, pero Troya no termina por ser conquistada.
A los diez años, los griegos tienen que volver a Lemnos a buscarlo. Héleno (aunque hay otras tradiciones), un sacerdote y arúspice troyano hace una declaración divina: Troya no puede ser conquistada sin que participen el arco y las flechas de Heracles, en poder de Filoctetes. Llegan a la isla, por orden de Agamenón, jefe supremo de los caudillos griegos, Odiseo y Neoptólemo, hijo de Aquiles. Vienen a robar el arco y las flechas y regresar a Troya con él. Los avatares de estos dos héroes en Lemnos ocupan una gran parte de la obra en la que Filoctetes demuestra su humanidad hasta llegar por momentos a perder la razón. Vale la pena leer los monólogos del héroe griego y los ruegos a Neoptólemo para que lo devuelvan a su tierra. En un momento determinado, Filoctetes descubre los verdaderos motivos del viaje de los guerreros a buscarlo porque el buen corazón del joven Neoptólemo (de casta le viene al galgo) le hace confesárselo. Filoctetes se niega a viajar a Troya, y ahí la intervención divina hace que cambie de idea, se baje de la soberbia en la que la sinrazón y el dolor supremo lo han envenenado. Viaja a Troya, los griegos ganan la guerra y, finalmente, Filoctetes, según leyenda de la mitología griega, acaba con sus tropas en Italia fundando varias ciudades de la nueva tierra.
Leí por primera vez el Filoctetes (en griego clásico, claro) durante mis estudios de filología y literatura griegas en la Universidad de Madrid, bajo la dirección de uno de mis grandes maestros, el profesor Lasso de la Vega. Y, después, resultó una lectura inolvidable para entender la vida: el hombre imprescindible, a pesar de estar en la soledad más absoluta contra su voluntad; el resistente imprescindible que ha de pasar por el dolor físico y el moral, por el dolor psíquico terrible de verse abandonado por sus mejores aliados y quedarse solo envuelto en su propia soledad, gritando a nadie esa misma soledad y ese mismo dolor. Los versos yámbicos en los que Sófocles hace hablar al héroe son hermosísimos, alimentantes, eugenésicos, éticos y estéticos, y cuando años después leí el ensayo sobre el dolor de Yankelevitch, también un resistente, terminé de entender la grandeza de la obra de Sófocles, tan importante como Antígona o Áyax, aunque estas dos obras hayan tenido más relevancia a lo largo de los tiempos. El dolor, entonces, como metáfora de la trágica del ser humano; el dolor a la soledad, los miedos del hombre solo, los improperios en los que incluso pone en duda a los dioses, indiferentes a sus gritos y al dolor del ser humano. El dolor: sentirse absolutamente ninguneado por sus amigos, desahuciado para siempre, abandonado a su suerte de enfermo y piltrafa humano; el dolor irrevocable al sentirse traicionado... Grandísima tragedia literaria y mítica, grandísimo escritor.
Todo esto viene a la actualidad porque hace unos días dediqué un recuerdo íntimo a mi profesor Rodríguez Adrados, fallecido en esos días. Leí párrafos del Filoctetes en su memoria y en su honor. ¡Lo que Adrados trabajó en soledad para llegar a ser un sabio imprescindible en el mundo entero y en las disciplinas de las lenguas clásicas! El dolor y el cansancio, la incertidumbre, la soledad, y todo lo demás del profesor Adrados en sus estudios, aunque siempre fue seguido y ayudado por cientos de devotos alumnos que trabajaron con él en el interminable Diccionario Griego-Español, que dirigió durante generaciones universitarias. Y ahora su muerte, tras una vida de héroe, porque no otra cosa que una obra hercúlea es la de Rodríguez Adrados. Me quedo más solo ahora, sin sus conversaciones, observaciones y manías tan divertidas. Me queda sólo Luis Gil Fernández, en su vejez lúcida y vital para poder hablar con un sabio clásico de los pocos que, como Emilio Lledó (también profesor mío), nos quedan en este país. Adrados, pues, el Filoctetes español de las lenguas clásicas, esas cosas que en el mundo que vivimos ya no están de moda ni a nadie interesa, entre el poder y el dinero adquiridos de cualquier manera... Así nos va...