El Cultural

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A la intemperie por J.J. Armas Marcelo

Galdosiana (8)

Todos sabemos que después de Cervantes es Galdós el más grande constructor del género literario de la novela en España

5 agosto, 2020 12:00

Me equivoqué cuando predije que el centenario de la muerte de Galdós iba a pasar inadvertido. La sordidez con la que la mezquina sociedad que vivimos trata las cosas de la memoria más excelente está más que demostrada, y la inveterada costumbre española del olvido sigue demostrándose en cada esquina del tiempo. Con Galdós no ha podido ni la pandemia ni los contagios ni el confinamiento. Además, miles de galdosianos repentinos se han acordado de Galdós -ahí la mala conciencia- y se han puesto con una devoción asombrosa a recordar sus lecturas y su admiración por el escritor nacido en mi tierra. Nacido en Las Palmas de Gran Canaria y, por tanto, escritor canario, aunque no como muchos de los escritores canarios de hoy dicen que se es escritor canario. Galdós era primero escritor y luego, por nacer en la isla de Gran Canaria, canario, y no como los advenedizos canarios, aspirantes a escritores, que se tienen primero por canarios y luego por escritores y, por eso mismo, exigen toda la atención del mundo, lloran porque no "los sacan" en los suplementos literarios de la Península y siguen empeñados en ese nefasto argumento que han convertido en mantra tan fastuoso como propio de fracasados: que por ser canarios se les margina en la Península y no por ser escritores de Canarias sin obra decente y necesaria. El conejo me riscó la perra (o, como dicen en mi tierra, me desriscó la perra). Sin embargo, hace poco se ha leído en Salamanca el doctorado de un tinerfeño que dice taxativamente que Galdós no es un escritor canario porque siempre vivió en Madrid. A mí y a otros que residimos también en la Península, se nos perdona la vida porque de vez en cuando "vamos de vacaciones a las islas", cuando al menos en mi caso, y hasta el momento presente, nunca he pisado mis islas para ir de vacaciones. Sin transit gloria mundi.

La más completa de las biografías de Galdós que he leído hasta ahora, y las he leído todas, es de la investigadora canaria -y amiga- Yolanda Arencibia. Completa en el sentido de datos, señales, exégesis, hipótesis y profundidad. Completa también en su prosa, capítulo a capítulo. No es que haya habido una avalancha de biografías que, oportunamente, estuvieran esperando el centenario de la muerte de Galdós para lanzarse a degüello, por sorpresa y con alevosía, sobre el lector también casi repentino. Pero las que se han publicado este año son todas muy buenas, y ahora esperamos de la de Germán Gullón, que también tendrá su "molla" galdosiana. Arencibia y Gullón, según leyenda, trabajaban juntos en la misma biografía, pero en un momento determinado decidieron bifurcar sus caminos y cada uno escogió el suyo. Mejor que mejor para nosotros que los galdosianos como Yolanda y Gullón, en pleno ejercicio de sus facultades galdosianas, firme cada uno el resultado de sus investigaciones y trabajos de años sobre Galdós y sus peripecias secretas o públicas. Hay quien dice ahora, por estúpido y por rebenque, que Galdós no era precisamente un santo. Que lo sepa, y sigo de cerca todas las incidencias galdosianas de ahora mismo, nadie ha dicho semejante estupidez. Todo galdosiano sabe que Galdós no fue un "santo" para santificar, pero todos sabemos que después de Cervantes es Galdós el más grande constructor del género literario de la novela en España. Hasta el momento presente.

Ya está más que sobradamente claro por qué le negaron a Galdós el Nobel de Literatura. Aquella sordidez y mezquindad de nuestra sociedad de entonces es la misma de ahora, que niega a los escritores, y creadores de cultura en general, ya no el pan y la sal que de debe a cualquier ciudadano, sino un poco de atención y un gramo de la gloria que concede, con gratuidad aplaudida por los tontos, a los mediocres, ladrones y ganapanes de ahora mismo. Lo mismo que en tiempos de Galdós, España es un invento histórico (no una historia inventada, como dicen los nacionalistas periféricos, que eso es otra cosa) que se refocila en la mediocridad, en la "listeza pícara" más que en la inteligencia, un país que hace del ladrón un héroe y de un héroe un hombre tirado por los suelos, lapidado y, luego, olvidado. En fin, un país entregado al acaso no trabajo de acaparar ruindad para vomitarla sobre el que más relumbra y sobresale.

El otro día, en una cena a la que no vuelvo más nunca, escuché decir en alta voz a un mastuerzo cínico, hipócrita, municipal y espeso, que los países que nos gustan son los que no son serios (entre ellos nosotros, España) porque en ellos se puede uno saltar la ley, jugar con los dineros institucionales y públicos, y confundirlos con los privados. Tengo la cicatriz desde pequeño, en medio de la memoria: lo público es de todos, y no podemos hacer con ese dinero lo que nos dé la gana, sino lo que marca la ley; lo privado es otra cosa, y a pasar de que no estoy del todo de acuerdo, la ley dice que cada uno puede hacer con lo suyo lo que le dé la gana. Galdós opinaría otra cosa. Y yo, desde hace casi todos mis años, desde que tango uso de razón, sigo a Galdós, en su ética ciudadana y en su manera de andar por el mundo.

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