Detesto los obituarios y a quienes tienen por profesión escribirlos en los periódicos. Pero cuando muere un amigo de toda la vida, a quien debo tanto, me gusta escribir sobre él y que mis improbables lectores se enteren de quién era, si es que no lo saben. Acaba de morir hace unos días en Madrid, su ciudad de toda la vida, el profesor Luis Gil Fernández, Catedrático de Filología Griega de la Universidad de Madrid, que ni siquiera cuando se jubiló hace unos años dejó de trabajar los saberes clásicos con una profundidad extraordinaria.
Luis Gil Fernández, hermano del también gran filólogo clásico y académico de la Lengua española Juan Gil Fernández. De Luis Gil no puedo sino decir cosas buenas y me quedo corto. Lo tuve como profesor de griego, de textos clásicos, de filología griega y de esas mismas lenguas comparadas, latín y griego, desde sus orígenes del indoeuropeo o indogermánico. Tres profesores que tuve en la Complutense, Luis Gil Fernández, Rodríguez Adrados y Lasso de la Vega, me enseñaron con esfuerzo profesional las profundidades casi insondables de estas maravillosas lenguas sin las que yo no sabría andar por el mundo como lo hago. Pero ahora toca hablar de Luis Gil. Sobre todo porque también fuimos muy amigos. No sólo nos unió el griego, el latín y los saberes clásicos, sino otra profundidad siempre insondable: la noche. En la noche, Gil Fernández se soltaba sin perder su autoridad y compostura, y podía pasar a mantener una conversación con cualquiera que apareciera en la oscuridad en lenguaje castizo madrileño, desde el más castizo hasta el "chelo" más moderno. Y era un espectáculo verlo con su socarronería sarcástica comentando este o aquel episodio que hubiera ocurrido en los días precedentes. Pero la noche no lo agotaba, lo divertía casi tanto como dar clases. Podía estar en tabernas de la noche hasta las cinco de la mañana, desayunar e ir a dar clases con su gabardina de espía de entreguerras sin que se le notara el cansancio. Al contrario: con más energía que si hubiera dormido. De los saberes clásicos era tan conocedor profundo como el que más, pero tenía otra gran cualidad, además de autoridad y auctoritas: contundencia irrefutable en el aula y, sobre todo, un carácter pedagógico y didáctico inigualables. En sus clases no se oía volar una mosca en la hora de disciplina y los alumnos atendíamos con la certidumbre que nos estaba enseñando un sabio. Después bajaba al ver, se tomaba un café con leche y un trago, y volvía a trabajar en su despacho incansablemente. Gran tipo, soberbio en la conversación, atento al diálogo, demócrata antifranquista sin tapujos desde siempre, incluso cuando en los finales de los 60 la policía inundaba e invadía los recintos universitarios. No decía ni una palabra sobre ello, pero sus gestos serios delataban su gran rechazo.
Tuve largas conversaciones con Luis Gil: en todas aprendí de todo, porque sabía de todo. Era un ser humano con una sensibilidad extraordinaria y era el mejor en lo suyo. Desde hace tiempo, los saberes clásicos son menospreciados en España incluso en las disciplinas universitarias. Peor para España: así se reduce el diálogo y gana el mediocre que sólo maneja 400 palabras en su discurso; así se derrumba el español sin que nadie o casi nadie diga nada. Sí, quedan filólogos de los saberes clásicos, como el propio Juan Gil y el gran Carlos García Gual, dos sabios más, pero en este país pasan inadvertidos. Si fueran alemanes, italianos, franceses o ingleses, en fin, otro mundo tendríamos hoy en el lenguaje.
Estoy diciendo, también sin tapujos, que debo a estos grandes sabios, y conmigo muchos más compañeros con los que me reúno de vez en cuando, todo cuanto conozco de los saberes clásicos, de educación, de formas y contenidos, del saber académico de la lengua en la que me expreso y escribo. Estoy firmando, conformando y reafirmando una vez más mi agradecimiento a Luis Gil Fernández como uno de los sabios que supieron enseñarme cuanto sé. Y me lo enseñaron con rigor y cuidado, con delicadeza y dureza cuando hizo falta cada una. De ahí mi más profundo agradecimiento. Y el agradecimiento de mi memoria y mi homenaje de recuerdo a quien fue, además de mi maestro académico y vital, un hermano mayor que me aconsejó en cosas de la vida y del mundo. Voy a recordar para siempre a Luis Gil Fernández y mi inmensa tristeza por su muerte no va a empañar de todas maneras el homenaje de mi memoria a su propia memoria y a su misma vida. Todavía lo recuerdo hablándome con una copa de coñac en mano durante aquellas tenidas interminables en el bar de la Facultad de Letras de la Universidad Complutense en los años 60. "Estudia a fondo el Lejeune (un texto del filólogo francés sobre fonética griega). Ahí están casi todos los secretos del griego...", me repetía una y otra vez. Seguí su consejo, que conste, y hoy sé lo que sé gracias a él y a los sabios citados arriba. No, España no le dio todo lo que merecía, como a otros tantos cardenales de la sabiduría universitaria y académico, educador de seres humanos que saben leer y escribir, que saben hablar en su lengua. En fin, que saben. Mi homenaje hacia Gil Fernández es también, en este y otro sentido, una queja inútil en este país donde todas esas cosas importantes son inservibles para la mayoría. Allá la mayoría, sigo manteniéndome siempre, como decía Balzac, en la oposición.