Entré por primera vez al Café Gijón, en Madrid, a mediados de octubre de 1965, cuando empezaba mis estudios de Filología y Literatura Clásicas en la Facultad de Letras de la Universidad Complutense. Había muy cerca del Café una librería alemana de textos clásicos donde los estudiantes de las Humanidades helénica y latina nos refugiábamos para adquirir los libros con los que teníamos que lidiar durante el año. De modo que cada vez que venía a la librería -una o dos veces por semana- entraba en el Café Gijón y me tomaba un café o una caña de cerveza, según la hora de la visita. Ya en esa lejana fecha era un museo vivo de escritores y actores (ahí vi por primera vez a los hermanos Rabal, Damián y Francisco).
Los bohemios que quedaban se mezclaban con los escritores que ya eran o iban a ser, o no serían nunca pero aspiraban a serlo. Confieso que allí, en la barra, me sentía ya uno de aquellos a los que yo admiraba y, en el fondo de mi juventud, envidiaba de la manera más elemental que puede envidiarse a quien se admira. Desde entonces, incluso cuando vivía en Canarias, hasta hoy el Gijón formaba parte de mi geografía particular, de mi tiempo de aprendizaje intelectual y vital. Y hora mismo frecuento más que nunca el Café Gijón, más que nada su terraza, y no puedo concebir mi vida en Madrid sin la cercanía cómplice de ese local siempre tan literario.
Allí conocí a mucha gente, me hice amigo de mucha gente de la que después dejé de ser amigo y de otra mucha gente, pero menos, de la que sigo siendo hora mismo más amigo que nunca.
Tengo en mis manos un espléndido ejemplar de Café Gijón, el libro sobre ese mítico lugar de reunión y tertulia que escribió uno de esos amigos de toda la vida y que sigue siéndolo y lo será hasta siempre: José Esteban. La edición es de ahora mismo, en Reino de Cordelia, muy bien cuidada, con ilustraciones enriquecedoras de Javier de Juan y, como digo, espléndida, y viene a recordar los 25 años que hace que ese Café Gijón, donde habita tanto recuerdo, se publicó por primera vez en Madrid, en 1996. De todo hace ya 25 años, pero el Café Gijón sigue vivo y recogiendo en todos de sus rincones las anécdotas y episodios, las visitas y las frecuentes presencias de gentes que hicieron el mundo y consiguieron crear con su resistencia y respiración la mítica del Café Gijón.
La escritura de José Esteban en Café Gijón, como en todos sus libros, es un complicado trabajo de paciencia y, al mismo tiempo, memoria de lo que los demás olvidan, lo que a la vuelta del camino no es poco amanezca a la hora que amanezca. Ahí, en el libro de José Esteban está la sombra de González-Ruano, ahora fusilado con el silencio por la hipocresía nacional, o la de Cela, a quien recuerdo en algunas escenas en ese mismo Gijón de la película La colmena: el poeta inventor de palabras. Está Cristino Mallo y Manuel Alcántara, Manolito el Pollero, y Paco Beltrán, que parecía saberse de memoria todos poemas de los poetas de la Generación del 27. Todas aquellas sombras son tratadas con cariño e ironía por José Esteban, hasta hacerlas respirar vivas y entrar a formar parte de este museo también vivo y respiratorio que es el Café Gijón.
Lo mejor de sus recuerdos y de sus frecuencias en el Café están en este libro de naturaleza y vocación bohemias, libros como los de antes, literarios y de memorias del propio autor que los trató y conoció personalmente a todos.
Ahora tenemos una tertulia los lunes de cada semana a la que vamos cinco o seis escritores que nos seguimos queriendo a pesar de la frecuencia con la que nos vemos. Y aprendemos los unos de los otros de literatura, de música, de filosofía, de todo y de la vida. Hemos tenido que echar de esa misma tertulia, por descortesía o mala educación impropias, a algunos indeseables a los que de una u otra manera se les ha rogado en estos últimos casi diez años de nuestra tertulia en la terraza del Café Gijón que no vengan más a nuestras reuniones semanales. Los martes, una vez al mes, mantengo ahí, en la terraza del Café Gijón y degustando los dos un cocido, una tenida con Vargas Llosa que hace más cercana una conversación interminable, cómplice y amistosa que ya va para más de 50 años.
Entonces, claro, escribo aquí de amigos y recuerdos inolvidables: eso es para mí este Café Gijón, el mismo que el escrito y fotografiado por José Esteban que ahora acaba de reeditarse. En estos años incluso hemos sufrido episodios dramáticos.
Ya el Gijón era propiedad de Goyo Escamilla cuando a algún desaprensivo municipal se le ocurrió quitarle la concesión de la terraza. Incluso pretendía el intruso, un abusador denunciado por falta de pago al fisco nacional de sus propios impuestos, que el Gijón siguiera siendo de Escamilla pero que la terraza pasara a ser suya, y que el propio Gijón le sirviera allí sus comidas. El conejo me riscó la perra, como dicen en mi tierra algunos todavía. Montamos protestas verbales casi a gritos cada vez que celebrábamos la tertulia y finalmente vino hasta un canal de arte de la televisión francesa a hacer un reportaje de aquel levantamiento intelectual sin armas ni sangre, pero con toda la indignación del mundo.
Por la intervención que fuera aquel proyecto no se llevó a cabo y la terraza, intacta, sigue siendo parte viva del Café Gijón de siempre y de ahora mismo, el mismo que José Esteban ha reeditado ahora para solaz y memoria de los que seguimos asistiendo a ese mundo lleno de vida eterna en el que podemos estar horas hablando de un cuento de Cortázar o de un capítulo de El Príncipe de Maquiavelo, emparentándolo con Mario Puzo o con la película de Coppola El padrino.
De cualquier forma, es una forma de vida el Café Gijón, nunca despoblado, siempre mítico, personaje y sujeto de libros, escritores, bailarinas, pintoras y todo tipo de gente de mal vivir...