Me recuerda Elena Acosta, directora de la Casa de Colón de Las Palmas de Gran Canaria, que Francisco Morales Padrón, Catedrático de Historia de América de la Universidad de Sevilla, le contó un día que una vez le preguntaron al sabio Ramón Carande, cuando ya tenía más de 90 años, qué era lo que lo mantenía tan vivo y tan lúcido a esa edad. "Andar y coleccionar ilusiones", contestó el hombre ilustrado. Y, durante un tiempo más, siguió caminando y coleccionando ilusiones.
Roberto Art escribió otra vez un cuento que titulaba El escritor fracasado. Venía a decir que el escritor fracasado es aquel que se pasaba toda la semana diciendo que el lunes próximo empezaba una nueva novela que no empezaba ningún lunes de todos los lunes siguientes. De fracasos no se vive, pero -según el refrán popular- de ilusión seguro que sí. Creo firmemente en la ilusión porque es uno de los alimentos motrices del alma humana, el elemento vivificador de la existencia sometida a tantos repetidos fracasos.
Tengo para mí que los escritores de verdad, los que no se retiran nunca de escribir sino todo lo contrario -la edad los hace escribir más y mejor-, son todos coleccionistas de ilusiones que, con voluntad y perseverancia, y sin oír cánticos de sirena negativos, llevan a cabo cuanto se proponen en la escritura literaria. Esos escritores están hace tiempo fuera de las manías y ansias del comercio editorial y sólo se fijan en la ilusión de escribir cada vez mejor, que es -según todas las trazas- la mejor de las ilusiones de los escritores y de la gente en general. García Hortelano me dijo muchas veces que no era bueno "manosear" verbalmente la novela que se estaba escribiendo en ese momento, y que era mejor hablar con los amigos de otras ilusiones, de otras novelas que estaban todavía en el alero de la ilusión y la voluntad de escribirlas del novelista.
La tesis de Ramón Carande me parece no sólo real, aunque la ilusión no lo sea siempre, porque pone la zanahoria delante del burro que lo hace caminar siempre con la certeza de quién sabe hasta qué lugar llegar con la ilusión. No importa que a veces, tal vez demasiadas, la ilusión de transforme en espejismo. Hay que perseverar, intentar de nuevo que esa ilusión a la búsqueda de la historia grande que hay que escribir se convierta en realidad. Ahí está Los miserables, la novela que Víctor Hugo se pasó media vida escribiendo y que acabó cuando ya era casi un anciano. Primero empezó siendo un ensayo sociológico y el genio literario de Hugo se dio cuenta a medio camino de que lo que estaba escribiendo tenía otro método distinto al ensayístico, que había demasiados personajes e historias que eran más dignas de una novela que, finalmente, ha quedado como una de las novelas clásicas del siglo XIX, un ejemplo de tesón, cuidado y talento, de trabajo e ilusión.
Muchos escritores dimiten de sus ilusiones, mientras otros las acumulan y multiplican por el simple hecho de pensarlas y repensarlas, modelarlas y acariciar las con las manos de su deseo irrefrenable de escribirlas.
Se dice que la edad más o menos certera para creer en las ilusiones está más o menos en los 50 años del escritor: madurez y oficio de alían para mover la ilusión y transformarla en realidad. Pero Carande tenía 90 años y Víctor Hugo otros tantos y cumplieron con el deseo de su ilusión durante toda su vida. Tengo para mí que por eso son eternos a través de sus ilusiones que ellos mismos y tantos otros metamorfosearon hasta hacerlas realidad.
En mi caso personal, lo confieso, soy acumulativo. Encuentro un relato o una novela sin buscarla: apenas con una voz que me cuenta una historia que merece ser escrita y adornada con la fantasía, la invención y la ficción que añaden el escritor, que pare eso lo es. El silencio del escritor hacia el exterior me parece bueno en muchas ocasiones, pero no está de más hacer público, en conversaciones con amigos o en charlas académicas, las ilusiones de escribir una gran novela que siempre inunda al novelista. Decía, y es verdad, Henry James que para ser novelista hace falta tener una voluntad de hierro. Digo yo, mutatis mutandis, que hay que tener también un almacén lleno de ilusiones de los que echar manos en el momento en que esa historia que espera aquietada en tu mente se revuelve y pide lugar en tu atención y en tu trabajo. Ahí juega ya un papel importante la ambición. Y me refiero a la ambición de escribir la gran novela y terminarla. Esa es la labor de un novelista: estar atento a las voces que las ilusiones dan desde el silencio. O desde una realidad cercana o lejana que los demás no se entretienen en atender, curiosear, investigar y escribir.