No había nadie como ella cantando boleros: la cubana Olga Guillot, uno de mis mitos eternos. La había escuchado por la radio y visto por la televisión: fascinaba mientras cantaba, hipnotizaba a la audiencia en todas las latitudes del mundo, no sólo en las islas del Caribe. Llegó a cantar a dúo con Edith Piaf y Frank Sinatra, y como si tal cosa. Ella cantaba y la llamaban La Reina del Bolero por cualquier lugar que pasara.
Había un hombre legendario que también cantaba boleros, y además los componía. Era un cantante para hombres en penas de amor, llorones de rincón de cantina, olvidados en una nube de humo y alcohol como si ya estuvieran para siempre condenados al infierno. También tiene su leyenda.
La sincronicidad de la vida hizo que se cruzaran en mi existencia, casi en la juventud y sin llegar a la madurez, esos dos nombres llenos de historias: Olga Guillot y Daniel Santos. Un amigo cercano de toda la vida, el escritor Luis Rafael Sánchez escribió una novela formidable que hizo fortuna durante años en América (fue traducida al inglés por Gregory Rabassa) y en Europa. Se titula La guaracha del Macho Camacho, y trataba, según el autor, del sexo oral en Puerto Rico. Entiéndase bien: el sexo como reclamo en la publicidad en las emisoras de radio de Puerto Rico. Yo, cuando fui director de Argos Vergara en Barcelona, en los primeros 80 del siglo pasado, terminé por publicarla en aquella editorial, que dio al traste finalmente por la sublime voluntad financiera del Banco de Madrid, su prioritario propietario. En esa novela de Luis Rafael Sánchez, que luego escribiría otra titulada La importancia de llamarse Daniel Santos, aparece en primera línea una estrella, también puertorriqueña, blanca que bailaba como negra, llamada Iris Chacón, La Terremoto del Caribe. Recuerdo que el lema de la novela era éste: "La vida es fenomenal / tanto pal de alante como pal de atrás". Ya lo creo.
Y aquí entran las sincronicidades. En el verano del año 76 del siglo pasado (todo para mí es memoria del siglo pasado) estuve dos meses en Caracas, Venezuela, hospedado en el magnífico Hotel Tamanaco, en su mejor momento. Era todavía la Venezuela saudí, en la primera legislatura presidencial de Carlos Andrés Pérez, "el hombre que camina", según la publicidad de Joseph Napolitan que se había extendido por toda Venezuela. El derroche económico era deslumbrante y no se podía pagar con la moneda española de entonces, la peseta, porque simplemente no valía gran cosa en aquel mercado lleno de saltimbanquis y detectives millonarios.
El Tamanaco tenía una boite muy animada, donde yo me refugiaba todas las noches, aburrido de la cháchara con escritores caraqueños y buscando la soledad del alcohol en la esquina misma de los perdedores. Pero había en ese momento un programa estelar: Olga Guillot cantaba boleros todas las noches y cerraba el espectáculo, sobre las dos de la mañana, el baile asombroso de Iris Chacón. Ahí, una noche, vi sentada y sola a la Reina del Bolero y aproveché para rendirle mi pleitesía verbal durante unos minutos. Me invitó a sentarme ("Pero siéntate, chico, siéntate aquí unas hojitas..."). Y me senté esa noche y, en fin, todas las noches que estuvo aquel programa genial en el escenario.
De modo que la oí y vi cantar durante por lo menos quince días seguidos. Y cuando acababa su actuación buscaba el rincón exacto donde yo me encontraba y nos empujábamos una botella de algo horrible que no quiero recordar: sambuca, un licor de café, que es lo peor que he tomado en mi vida. A veces, Olga parecía más cansada y bebida, alguna noche, y yo hacía de lazarillo. La subía hasta su habitación y seguía para la mía, deseando volver a verla al día siguiente. Y, claro, alguna vez hablamos de Daniel Santos. E Iris Chacón estaba sobre el escenario, mostrando su arte puro de bailarina negra siendo blanca. Y ahí aparecía el nombre de Luis Rafael Sánchez y La guaracha del Macho Camacho, más La importancia de llamarse Daniel Santos. Sincronicidades maravillosas.
Inolvidable tiempo pasado, ido para no volver más porque hoy es mañana y hoy y mañana son otras cosa distintas a las que yo viví y recuerdo, cuando era un arrebatado pájaro de juventud y cualquier aventura era un reto que me atrevía a saltar.
Volví a ver a Olga Guillot sobre un escenario en el Teatro Fernán Gómez, en el centro de Madrid, en los bajos de la Plaza de Colón, muchos años más tarde. Estaba mayor y cansada, pero seguía siendo una diosa al cantar boleros. Fui al final del espectáculo a su camerino, a saludarla, pero el gentío era tal que desistí de esperar a que aquel tumulto interminable se deshiciera. Y me fui con el gusto de saludar a Olga en la boca. Bellísimas sincronicidades para mí siempre en la vida, un privilegio mi vida en ese sentido y en otros muchos. A veces lo recuerdo y me emociono. Y recuerdo el lema de esa fastuosa novela verbal, La guaracha del Macho Camacho: "La vida es fenomenal/ tanto pal de alante como pal de atrás". Oká, que diría Olga Guillot, oriental cubana, mulata achinada y magnífica.