Arturo Pérez-Reverte se preguntaba hace unos días, desde su propia biblioteca, cómo podían ciertos individuos querer ser escritores y atreverse a hacerlo, es decir, dedicarse a escribir durante toda su vida, sin leer un solo libro. Es decir sin ser lectores empedernidos. Me hizo gracia la provocación del escritor, el dedo en la llaga en tiempos de osadías imparables, y me quedé pensando en las incontables ocasiones en las que, en mis interminables correrías, por el mundo, y aún sin moverme de mi geografía cotidiana, me he encontrado, a lo largo de mi vida, con “escritores” que no lo son precisamente porque no han leído lo suficiente. Son atrevidos, eso sí, y hablan de su “escritura literaria” como si de verdad estuvieran en esa pandilla de gente que nos dedicamos con pasión a tratar de escribir cada vez mejor.
He conocido a especímenes asombrosos dentro de esa jauría de farsantes que sólo persiguen luz mediática y dinero, como si en la literatura hubiera un tesoro escondido —no hay nada, salvo el infinito valor de la palabra— que estuviera esperando a que ellos llegaran para encontrarlo.
Conocí una vez a un escritor de novelas, nada desdeñable entonces, cuando empezaba, que en un rasgo infinito de sinceridad me confesó que él no concebía que un escritor lo fuera en serio si no había pasado algunos años trabajando en una mina. Ahí supe que el sujeto había trabajado en una. Le contesté que podía estar de acuerdo con él sólo en el caso de que el novelista fuera a escribir sobre ese mundo subterráneo lleno de riesgos. Me dijo que no, que lo de trabajar en una mina una temporada daba una fuerza para escribir que no podían conseguir todas las lecturas del mundo.
Le cité entonces a Borges. Se sonrió y me hizo un comentario inaudito para mí: “Borges es un mito, chico, Borges no es escritor”. Aquella conversación con el minero-escritor me quitó de la cabeza hacerle una entrevista para un programa televisivo sobre libros que entonces yo dirigía. Después, dejé de leerlo, y lo saqué de mi parnaso particular.
No dudo de que hay autodidactas que entran en la literatura como un destino necesario y que, como excepciones, se hacen un lugar en la jerarquía intelectual de su mundo, pero por regla general rechazo los supuestos textos literarios de los “escritores” a los que les faltan lecturas por todos lados. Normalmente eso se nota en lo que hoy los cursos académicos, más cursis que académicos, llaman idiolecto.
A veces he sentido curiosidad intelectual y he seguido el rastro del iletrado leyendo un texto que, al final, carece de los elementos tan contundentes que requiere escribir una novela. Nos digamos la poesía. Hoy en día, aunque siempre hubo osadías de este género, los poetas son multitud innecesaria porque los intrusos han conseguido colarse en la edición del libro de poemas, o en el poema mismo, con una celeridad tan asombrosa como la inconsecuencia de las redes sociales.
Hace un tiempo, en Córdoba, Argentina, asistí al Congreso Internacional de la Lengua Española que en esa ciudad se celebraba. Fui a todos los actos que pude. Causaba mucho estupor entre los escritores de verdad, que antes de serlo fueron y siguen siendo contumaces lectores, el caminar seguro de una joven española que era, según se decía en los ámbitos congresuales, el último gran descubrimiento de la literatura española y su mundo editorial. Incluso le había otorgado ya uno de los galardones fundamentales del orbe hispánico de la literatura. Se movía por el entorno con la soltura de una sacerdotisa religiosa, seguida siempre por una turba de jóvenes fans que aplaudían y gritaban cada uno de los gestos y palabras de aquella señorita sorprendente.
En la tarde en la que habló en público, yo estaba en la primera fila, en un teatro a reventar para escuchar lo que aquella prodigiosa muchacha iba a descubrirnos de la poesía en general y de la suya en particular. A mi lado estaba el crítico mexicano Domínguez Michael, miembro del Colegio de México, y los dos nos mirábamos de reojo esperando el esplendoroso discurso de la muchacha.
Leyó algunos de sus poemas, que fueron jaleados por su tribu de seguidores con un escándalo de estadio futbolístico. Y luego disertó unos minutos sobre la poesía. Domínguez Michael y yo nos miramos al final de su discurso. Sucedió lo que esperábamos. Aquella muchacha estaba vacía de literatura. Cierto, era muy atrevida y orgullosa de su sabiduría y de los aplausos que recibía de su gente.
Salimos del teatro asombrados: aquella “poetisa” no había leído nada o casi nada de poesía ni de novela ni de nada. Pero allí estaba, en el centro del escenario, gozando de los focos sobre su figura de cabello largo y rubio y recibiendo los parabienes de su jarca como si fuera la reina de Saba.
Este mundo está lleno de farsantes que parecen haber triunfado en un universo donde ellos, los farsantes, son legión. Me regocijo por haber leído toda mi vida como un poseso enfermo de literaturitis. Este vicio genial me ha permitido hacer crecer en mí el músculo de la desconfianza y descubrir en pocas páginas quién lee y quién no. Así es la vida hoy. No importa que Henry James dijera que para ser escritor se necesita una voluntad de hierro y que Borges se quedara ciego leyendo cuanto libro caía en sus manos. Al fin y al cabo, nada nuevo bajo el sol.