Siempre que estoy callejeando por Manhattan, Nueva York, suelo encontrarme con fantasmas únicos e irrepetibles. Son misteriosas y repentinas emanaciones de mis propios recuerdos y admiraciones a gentes que pasaron por mi existencia como extraordinarias sombras a las que, sin conocerlos en persona, guardé siempre cercanía, complicidad y, como digo, admiración.
Una de esas veces, no hace muchos años, me encontré saliendo de un cafetín de la calle 42, a la altura de la Sexta Avenida, con José Lezama Lima, el autor de Paradiso, que había sido en mi juventud una epifanía con “orígenes” en Góngora de dimensiones siderales con sede en una isla del Caribe tiranizada por un dictador que parecía eterno hasta que se murió en la cama, carcomido por la vejez y los remordimientos por no seguir martirizando a su pueblo.
De aquel cafetín de la 42, vi entonces salir a Lezama en manga corta y con corbata, con su tabaco cubano encendido entre los labios. Incluso podría asegurar que se sonrió con amabilidad al pasar por delante de mí. El hombre llevaba entonces más de 20 años fallecido, pero la vitalidad eterna de su obra literaria hizo que se me apareciera a media mañana en una calle muy concurrida de Manhattan, un día soleado de un benéfico otoño. Lo recuerdo como si fuera ahora.
[Los cuentos de José Lezama Lima]
Esta vez estoy en Manhattan por una semana. Vine a dar un seminario en la Universidad de Princeton, a los alumnos del profesor Gallo, sobre periodismo cultural y cultura periodística, que son la misma cosa no más que diferentes.
En una de esas noches en los que mi instinto musical me llevó a una cueva de jazz en la calle 49, vi entre el gentío a Steve McQueen, aquel excéntrico, loco y magnífico personaje, actor increíble, a quien yo traté de imitar inútilmente durante mi segunda adolescencia. Puedo asegurar que era él, o su fantasma, o su emanación, o su recuerdo el que se me cruzó esa noche reciente en Manhattan. Entraba yo, entre el gentío, en aquella estupenda cueva de jazz para asistir a un concierto de músicos que desconocía hasta ese mismo momento (sólo supe de ellos que venían de Chicago), y se me apareció McQueen en persona.
[Steve McQueen y el arte de la imagen en movimiento]
Caminaba deprisa, llevaba un abrigo negro y elegante y largo, a su medida, aunque más de invierno que invierno que de otoño. Caminaba por la acera de la calle, dejándome a su espalda. Quise echar a correr para alcanzarlo, pero la gente que venía entrando en tropel en el jazz no me lo permitió. Lo vi cruzar un paso de cebra y perderse en la oscuridad de la noche, traspasando una esquina. Me quedé maguado un rato, mirando fijamente a esa esquina mágica de Manhattan, por ver si aquel genio, o su emanación, o su recuerdo, o simplemente su fantasma real, reaparecía. Nada, nadie apareció.
Fui a Tijuana, México, hace muchos años, cuando estaba escribiendo mi novela Madrid, Distrito Federal, donde McQueen tiene varios cameos literarios hasta casi convertirse en un partenaire de Mistral, uno de los protagonistas. Cuento en la novela su historia, sus películas, su vida, sus vicios, el alcoholismo sempiterno, la velocidad en la motos y en la manera de vivir, sus amores, su leucemia, la búsqueda extrañamente voluntaria del suicidio involuntario, una rara manera de matarse, hasta que la enfermedad mortal lo llevó a Tijuana con la promesa de que un brujo tarahumara lo curaría antes que la Tiesa viniera a buscarlo.
Me quedé mirando fijamente a esa esquina mágica de Manhattan, por ver si Steve McQueen, el genio, reaparecía
Lo busqué yo antes por todo Tijuana, pero todo eran leyendas, embustes, historias que se inventaban mis interlocutores para que yo siguiera buscando al hombre imposible de encontrar. Que sí vivía allí, que si más allá, que en un hotel que estaba a un par de quilómetros, que no se dejaba ver por nadie aunque algunas noches salía de juerga a revivir su juventud en medio de la grave enfermedad. Mentiras cochinas. No lo vi.
Pero ahora estoy seguro de haberlo visto en Manhattan durante unos segundos de esa noche reciente de la que les hablo. Al día siguiente, a primera hora de la tarde soleada de este otoño y con el recuerdo de McQueen todavía fresco, fui a tomarme un trago de ron de Jamaica y un café expreso al bar inglés del Hotel Algonquin, donde los fantasma de Norman Mailer y Dorothy Parker hablan sin cesar de propuestos, chismes literarios y cinematográficos y peleas y cuentos que se van inventando a ver quién de los dos es más brillante.
Siempre hago este peregrinaje al Algonquin cuando estoy en Manhattan, y rezo una pequeña oración a los dioses indios que sobrevuelan la isla para que se me aparezcan estos dos gigantes de la literatura, de la imaginación, leyendas de New York y del mundo entero. Llevo así más de treinta viajes a Manhattan y recuerdo que la primera vez que fui al Algonquin lo hice con el poeta Ángel González, la tarde de un día en cuya mañana ventosa y siempre otoñal, en el Village, mientras tomábamos un martini seco de aperitivo, bastante aceptable la bebida, vimos salir del Actors Studio una figura humana muy menuda arrastrando por el suelo un abrigo negro: Al Pacino bamboleado por el viento.
No era una emanación, no un fantasma esta vez. En carne y hueso. Manhattan siempre, entre fantasmas ilustres, como el maestro y amigo Joaquín Achúcarro, y gente anónima. Y encima, como escribió Hemingway al final de París era una fiesta, buen tiempo…