Hace ya casi un par de décadas del rotundo éxito televisivo de Twin Peaks, una obra de arte fílmico que David Lynch llevó al extremo de una terrible belleza. Cabrera Infante, que sabía mucho de cine, llego a afirmar en la revista El Paseante que Lynch era el nuevo Faulkner del cine. Pero en esa maravillosa serie, llena de abismos mentales, versos histéricos, lecciones de cosas y dramas instantáneos con sus desaparecidos y sus fantasmas inventados por la locura, había mucho más de un milagro.
Estaba la música de un genio, Angelo Badalamenti, un artista que organizaba cada nota musical como si fuera una Epifanía total dentro de la interminable pieza que acompañaba a la película. Si la música es importante para una importante película, Badalamenti atacó con todo su talento musical el invento cinematográfico, o televisivo, como ustedes quieran, de manera que cada secuencia de la película quedaba dentro del contexto musical, atada a la constante inquietud que provocaba cada una de las notas musicales y el instinto de cada uno de los episodios de la serie. Crítico hubo que habló de locura porque Lynch trenzaba con fuerza el problema que planteaba a cada instante y lo trufaba, en ese mismo instante, con el milagro que le fue absolutamente necesario a su obra fílmica: el milagro musical de Badalamenti.
Durante mucho tiempo, tal vez un año, escuché una y otra vez, en los ratos rotos de las tardes otoñales de Madrid, aquella función siempre única que nos concedía como regalo también único la música de Twin Peaks de Badalamenti, convertida en muy poco tiempo en una lección de música clásica.
Consideremos el horror que Lynch añadía hasta la hipérbole en cada personaje que nos presentaba en su trabajo. Aquel desconocido que de repente aparecía en pantalla, con aires de despiste, como si se hubiera encontrado de repente a Gregorio Samsa en medio de una carretera completamente nevada, mostraba un pánico contenido bailando en sus ojos bajo la música con la que Badalamenti le iba pintando sus ojos y adelantándole el pánico al espectador a los exabruptos técnicos de Lynch.
En, fin, aquella banda sonora, a los pocos meses de la emisión de la serie, ya era conocida por el mundo entero y anunciaba la capacidad estrambótica de un guionista-director enloquecido con su propia creación artística. Y encima, la música venía a disfrazar de obra maestra lo que ya lo era desde que salió de la imaginación de Lynch.
[Twin Peaks. La broma infinita, por Enric Albero]
Badalamenti consiguió los mismos efectos en algunas otras películas de Lynch, como Terciopelo verde y Corazón salvaje: la música nos ponía en guardia inmediata sin explicarnos nada de cuanto iba a pasar en su simple minuto de la emisión, en una suerte de constante y tenaz pesadilla que salía de cada una de las habitaciones inquietantes de las que salían a su vez inquietantes personajes.
De todo aquel regalo milagroso me ha quedado en casa, entre mis músicas preferidas, la banda sonora de Twin Peaks. Pasado el tiempo, me parece impecable la calidad de la música y la capacidad del músico para traernos a los oídos más exigentes cada una de las sensaciones que necesita para que la película obtenga el triunfo en el ritmo y en la tensión del espectador.
Entonces, ¿es hoy una función mayor, musical y clásica, la música de Twin Peaks y, en general, la música de cine -las bandas sonoras- de Badalamenti?
El artista se envuelve en la creación de su locura (o en la locura de su creación) para descubrir el tesoro que esconde su propio talento. Sin prisas, sin descubrimientos previos, con una tenacidad profesional que cree en el trabajo que el artista lleva a cabo en la soledad de su propio miedo. El artista flota sobre su propia música y la combina con la música que ha soñado que alguna vez aparecerá redondeando su trabajo. Y ahí queda.
Lo que es periodismo es periodismo, pero no es literatura; lo que es música de cine puede transformarse, precisamente con el cine, en una obra de arte que hace imposible sin ella la obra de arte del cine. Badalamenti lo supo siempre. Ejecutó su voluntad de artista musical llenando una época que ya estaba llena de inquietud, urgencia e inmediatez; un tiempo de locura en el que la locura y el arte creativo se daban un beso pasional hasta rasgarse las entretelas del silencio.
En fin, poesía completa cuando ese milagro era posible; había filtros, exámenes, esfuerzos, maestros, genios. Hoy la poesía sonora la hace cualquier atrabiliario atrevido al que le preguntas si sabe quién es Badalamenti en el mundo musical y se queda perplejo, en silencio, como si la pregunta tuviera mala intención Escucho en estos momentos de la noche cerrada y lluviosa, algunas baladas que Badalamenti preparó para hacer el milagro musical de Twin Peaks. Escucho el ruido de las ramas de los árboles en otoño, tal vez en un territorio lejano de California, un lugar distócico donde todavía, de vez en cuando, se dan los milagros de la música.