Eran tiempos de franquismo y no se vislumbraba el final de la dictadura. Estábamos en lo que se llamaba sexto de bachillerato y entonces llegó el profesor de Filosofía. Se llamaba Arturo Sarmiento y lo menos que se decía de él es que era un excéntrico; lo más es que estaba absolutamente loco porque hablaba consigo mismo mientras caminaba por la calle, se reía solo y hacía gestos anormales.
Aquel oscuro profesor de una provincia lejana quería enseñarnos a pensar, pero la inmensa mayoría de la clase no se dejaba, no le hacía ningún caso al profesor Sarmiento, un unamuniano integral con altas dosis de machadiano buen hombre. Pero quería enseñarnos a pensar, sacarnos poco a poco de la adolescencia llena de emociones en las que los jóvenes nos embarrábamos para nada. Quería que leyéramos y recomendaba algunos títulos de ensayos y novelas que la mayoría de la clase nunca leyó ni tuvo en sus manos.
Eran los tiempos en Canarias de lo que se llamó la Iglesia Cubana, un grupo clandestino de jóvenes estudiantes que habían sacado los pies del tiesto, se mostraban revolucionarios y llevaban a cabo episodios insólitos que llamaban la atención de aquella sociedad dormida. El profesor Sarmiento era uno de sus profesores no oficiales. No ocupaba ningún cargo en la Iglesia Cubana, ni siquiera pertenecía a la “organización”, pero su largo brazo intelectual llegaba a aquellos muchachos valientes, inteligentes, divertidos, imaginativos y, por tanto, antifranquistas completos.
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Una vez, para elegir Papa al profesor Juan Marqués, que también quería enseñarnos a pensar, hicieron un sancocho canario en la Barra de la playa de Las Canteras. Llevaron calderos llenos de pescado, papas arrugadas, mojo picón, mucho ron y una silla gestatoria para el nombramiento mayor del profesor Marqués como Papa del la Iglesia Cubana. Hicieron decenas de bravatas y molestaron a aquella sociedad cerrada en la que no ocurría nada tanto como pudieron. Los habían enseñado a pensar algunos profesores como los que he citado y que no he olvidado jamás.
Recuerdo a Arturo Sarmiento, caminando por la calle Pérez Galdós de Las Palmas de Gran Canaria como si estuviera dando saltitos o pasos de baile, sonriéndose de vez en cuando y escondiendo sus ojos claros bajo unas gafas de cristales tintados.
El que piensa suele convertirse en un rebelde que lleva la contraría a la mayoría masiva
No era un excéntrico ni un loco, ni un profesor raro que ya estaba loco desde que era estudiante. Era un profesor de escala universitaria que se veía sometido a programas de estudio absolutamente estúpidos y que se enfrentaba al sistema político existente, que ahogaba y hacía fracasar a cualquiera, enseñando a pensar a sus alumnos que, desgraciadamente y en su mayoría, jamás aprendieron a pensar. Porque pensar es fácil una vez que se aprende a hacerlo.
Es decir, pensar no es difícil una vez que has aprendido a hacerlo con mucho esfuerzo y disciplina y ya lo tienes como costumbre cotidiana, con el consiguiente efecto psicológico: que el que piensa suele convertirse en un rebelde que lleva la contraría a la mayoría masiva, llena de ovejas y becerros, que compone lo que se llama la sociedad. De ahí vienen todos los males y la generación de esta absurda cotidianidad que consiste en no pensar nunca con la mente sino decidir con las emociones en la mano para equivocarnos una y otra vez y tropezar siempre en las mismas piedras.
Aprender a pensar parece hoy una manía inútil del pasado. Hoy la gente, en su mayoría, decide, ya lo he dicho, con las emociones y no con la reflexión, con el uso hasta la extenuación del pensamiento adquirido, si es que alguno se ha tomado el lujo de adquirirlo. Hoy prevalecen las emociones sobre el pensamiento y la reflexión, y las determinaciones y decisiones importantes que tomamos resultan, gracias a esas motivaciones emocionales, vacías y casi siempre absurdas.
Vivimos en una sociedad vacía, llena entretenimientos inútiles, de juegos de patio de colegio, de costumbres de gente que no piensa. Vivimos en una sociedad absolutista precisamente debido a la dictadura de las emociones que para la mayoría vale más que el oro. No sé si hoy habrá profesores como Arturo Sarmiento o Juan Marqués, entregados en cuerpo y alma a enseñar a pensar a sus alumnos alumbrándoles una pedagogía y una didáctica que son consideradas por la sociedad actual como antiguallas e inutilidades.
Vivimos en una sociedad absolutista precisamente debido a la dictadura de las emociones
Detrás y delante de lo que queda como disciplina de estudio en la Filosofía y las Humanidades está el secreto de aprender a pensar, a llegar a discernir la verdad de las cosas, a llegar a poseer un discurso propio y una mente amueblada culturalmente. Con franqueza, tengo para mí que es inútil esta lucha mientras siga creciendo el poder de las emociones sobre ello interés del pensamiento. Por eso parece que leemos más que nunca, pero peor que jamás.
La gente no quiere esfuerzos al leer, no quiere pensar. Busca “engancharse” para pasar el rato, para el gusto redundante del propio gusto, para la nada, en fin, de todo. Para quienes aprendimos a pensar desde que abandonamos nuestra más emocional juventud y adolescencia, el escepticismo, la incertidumbre y la duda son características evidentes de nuestro sentido crítico. Yo doy gracias a la vida por los profesores que me enseñaron a pensar y a leer, que me enseñaron que la duda es la prueba constante de la inteligencia y que el escepticismo no es el principio de la locura sino el final del sometimiento.