Peregrinaje a Buenos Aires
En estado decadente hoy, y desde hace muchas décadas, la ciudad crea sus propios monstruos y los reparte con fe por toda Argentina.
Lo más probable es que ya no vuelva más a Argentina, pero a veces siento nostalgia de Buenos Aires y me pongo a pensar en la gran ciudad. En un solo día, depende de las horas y el color de ese mismo día, Buenos Aires puede ser por instantes Londres; otras veces se parece a París y en algunas ocasiones es Madrid o Barcelona. Depende de la luz y el lugar.
Borges decía que los argentinos tienen el vicio del tamaño. Todo lo que es argentino es lo más grande del mundo para ellos, pero no voy a hacer ningún chiste porque Buenos Aires es una gran ciudad, con todos los incentivos de un gran ciudad de Occidente en América; desde el Teatro Colón hasta la Bombonera, siendo como son los porteños los más grandes en el fútbol.
Fui durante una breve temporada trece veces a Buenos Aires para escribir mi novela La Orden del Tigre, que yo mismo como lector considero unas de las más trabajadas y logradas, y tuve que conocer lugares muy amables y sitios terribles, como la siniestra Escuela de Mecánica de la Armada, donde los esbirros asesinos del Almirante Massera y la dictadura de Videla cometieron los horribles crímenes ya juzgados.
[Borges, el extraterrestre]
Durante el tiempo de escritura de la novela, hice de Buenos Aires mi ciudad literaria excesiva. Me parecía que, en todas las esquinas de la ciudad y en todos los boliches y cantinas, siempre había escondida, clandestina, esperándome, un relato, una secuencia de mi propia novela. La gente hablaba y hablaba en alta voz y contaba historias tan hiperbólicas, tan indescriptibles, tan excesivamente verosímiles que la verosimilitud misma saltaba por los aires en cada historia.
No es exagerado lo que digo. Uno de sus más ilustres novelistas argentinos concibió y escribió una novela en la que la capital porteña era a la vez la historia y el personaje, Adán Buenosayres. De vez en cuando, en el momento en que me acucia la nostalgia y el olor del choripán, regreso a algunas páginas de la novela como mecanismo psicológico para acercarme a la ciudad mítica que la literatura, la historia y la realidad han ido construyendo y fabulando a lo largo de los siglos.
En estado decadente hoy, y desde hace muchas décadas, Buenos Aires crea sus propios monstruos y los reparte con fe por toda Argentina, demonios que el argentino se cree a la primera con tal de que sean muy grandes, grandísimos, porque el tamaño, tenía razón Borges, es el gran vicio de los porteños y de todo el país.
V.S. Naipaul vivió el durante una temporada en Buenos Aires y escribió para The New York Times una serie de reportajes de su experiencias en Argentina. Los tituló El regreso de Eva Perón. Los reportajes son de una terrible verosimilitud, incluso diría que son exactos a la realidad. Y de una crueldad implacable: retrata el estereotipo del porteño tal como es, grandísimo “chantapufi”, como definen los propios porteños a sus “fantasmas” tópicos de irreductible egolatría: ellos son los mejores del mundo desde siempre y viven en la mejor ciudad del mundo que es la capital del mejor país del mundo.
[Naipaul: un lugar en el mundo]
Pero hay algo que tengo que añadir: a mí me ha parecido siempre una de las mejores ciudades del mundo, pese a los porteños, como lo es París a pesar de los parisinos. Precisamente Eva Perón es uno de los mitos de la iconografía histórica de Argentina, y de Buenos Aires en especial, junto al Che Guevara y Diego Armando Maradona. Así es la paradoja: así son de pequeños los dioses de Buenos Aires y Argentina.
Gracias a Martín Prieto conocí lugares y antros porteños únicos en el mundo, cuyas características eran tan fantásticas como las inmensas avenidas de la ciudad. Conocí a Pepe Fechoría, un boliche extraordinario donde la gente se divertía hablando, más allá de los codos, bebiendo y comiendo y cantando.
Gracias a García Lupo conocí en una noche entera de peregrinaje las librerías abiertas de la calle Corrientes, luego de una cena inolvidable en el restaurante Sorrento. Otro día vi al mágico Pepe Basso tocando durante tres horas su bandoneón inexpugnable. Digamos que mi experiencia argentina fue muy buena, e igualmente inolvidable.
Incluidos los cafés largos en el Tortoni y los viajes a La Recoleta para sentarme en el asiento de La Biela que ocupara en vida el escritor Bioy Casares. Por eso a veces recuerdo tantas cosas de una ciudad con la que estoy tan emparentado como distante.
Una vez, con Martín Prieto y una botella de buen vino mendocino, sentado en el bar del Hotel Alvear hicimos crítica rotunda de Buenos Aires y, sobre todo, de los porteños. “Siempre nos quedará Usuhaya”, recuerdo que dijo Martín Prieto. Yo me acordé entonces de aquellos versos últimos de Borges en su poema “Fundación mítica de Buenos Aires”: “A mí se me hizo cuento que nació Buenos Aires,/la juzgo tan eterna como el fuego y el aire”.