Pasé tres horas espléndidas hablando de literatura con el novelista Emilio González Déniz, en el Catalina Park, de la ciudad donde nací, Las Palmas de Gran Canaria. Para mí, el Catalina Park es un lugar sagrado de la ciudad, un lugar donde pasan cosas del mundo mestizo que habitamos, pero el rato con González Déniz suele ser sublime y siempre lo celebramos en el mismo lugar: el Catalina Park. Nadie como él, entre los escritores canarios de hoy, tiene memoria "histórica" de la ciudad y de la isla, cosas inverosímiles que quizá nunca sucedieron como las contamos.

Esta vez, dando vueltas a los asuntos más extraños que nos han ocurrido, salió por una esquina de la inverosimilitud más fina el mariscal Montgomery, héroe británico de la Segunda Guerra Mundial. Debió de ser por los años 50 del siglo pasado que Montgomery estuvo en las Palmas y se dio un paseo por la ciudad, escapado de sus escoltas. Llegó solo al Catalina Park, seguramente siguiendo su instinto de "cazador" de "pájaros" y dando rienda suelta a sus veleidades sexuales.

Según González Déniz, entró en la aledaña calle Ripoche, se animó en el bar Rayo, entonces el centro de la "pajarería" más internacional de nuestro puerto de mar, se tomó más tragos de lo normal y salió de nuevo a la calle. Totalmente desorientado y mareado por el licor, el calor húmedo y las sensaciones sexuales que había padecido, se perdió por las calles de los alrededores y acabó cayéndose dormido en una de las esquinas en donde empieza el barrio de Guanarteme, entonces frontera norte de la ciudad.

[Los Rabal en Alpedrete]



Le dije a González Déniz, interrumpiéndolo en su glorioso monólogo sobre Montgomery en el Catalina Park, que por estos andurriales sagrados para nosotros anduvo también Roger Casement, el héroe de la novela El sueño del celta, de Vargas Llosa, que recoge en sus páginas el paso del irlandés por el Parque Santa Catalina a la búsqueda siempre de "pájaros" anónimos y perdidos en sus vuelos. "Montgomery debió leer Los cuadernos negros de Casement", le dije a Emilio, que me contestó que estaba seguro de que había sido.



Quedamos en que Montgomery se había quedado como un muerto, tumbado en la esquina de Guanarteme. Entonces, cuenta Emilio, él y tres amigos pasaron por el lugar donde aquel pobre hombre habría perdido el último tino y dormía una de las últimas batallas pacíficas del mariscal. Fue Emilio quien lo reconoció. "¡Es Montgomery, el mariscal Montgomery!", exclamó.



Imagínense el asombro de aquellos muchachos y el susto que se les metió en el cuerpo. Dudaron si dejar las cosas como estaban y seguir de largo, pero el final se impuso el espíritu del buen samaritano, lo recogieron entre los cuatro y lo llevaron hasta el barrio de Ciudad Jardín, donde estaba entonces el consulado inglés. Allí los recibieron con los brazos abiertos porque buscaban al mariscal por toda la ciudad y no lo habían encontrado después de algunas horas perdido.

[De ensayos y heterodoxias]



Emilio siguió contándome cosas inverosímiles de Montgomery, como si lo hubiera conocido a fondo, y en las práctica estaba elaborando un relato donde ya no se  distinguía la opinión de la información, ni la realidad de la ficción.

En el consulado, con el mariscal bastante recuperado de su borrachera, Emilio cruzó dos o tres palabras en inglés con aquel héroe que, finalmente, lo invitó a Londres, en un viaje que González Déniz nunca hizo porque el escritor canario no tiene por costumbre alejarse más de unos cientos de metros de su casa de la calle Murga, también sagrado lugar donde flotan y vuelan historias que esperan que el escritor les eche mano y las escriba.



"Esta historia de Montgomery debes escribirla, Emilio", le dije en cuanto pude. "No puedo, es inverosímil, nadie la creería", me contestó. "¿Y qué te importa a ti el lector? A ti quien debe importarte es Montgomery, que salga exacto al que te encontraste tumbado a dos metros de la plazoleta Farray, en Guanarteme", le dije. Hizo un gesto de resignación y añadió: "Eso es peor todavía, Juancho. Si cuento la verdad, nadie me haría caso".

[El encuentro fantástico]

"¿Y cuál es esa verdad?", le pregunté inquieto. Volvió Emilio a hacer un mutis teatral de dos segundos antes de contestarme y entonces exclamó: "¡Qué iba de riguroso uniforme militar, con todas las condecoraciones militares y todas las estrellas de su mando!".



Les confieso que ahí, en esos momentos, por algún lado del cuento de González se me cayó all suelo la historia del mariscal Montgomery en el Catalina Park. Pero incluso así, le insistí en que estas cosas inverosímiles que se nos ocurren o nos suceden, eso es lo menos importante, debe ser escritas para una posteridad que por regla general nunca se presenta a leerlas.



¡Ah, los novelistas del siglo XX! Esos son los míos, los mentirosos, los que convierten un embuste sin pies ni cabeza en un puzle terminado y completo que entregan a hipotéticos lectores para que las eternicen en su memoria. Al fin y al cabo, Casement le contó a Conrad El corazón de las tinieblas antes de que el novelista la escribiera. Y todavía seguimos leyendo la novelas de Conrad.

Así es la vida y la literatura. En cualquier momento, Emilio González Déniz nos contará la historia del día en que su padre lo llevó al sur de la isla a conocer el hielo, principio de una novela famosísima que un novelista no menos famoso escribiría muchos años después ante el pelotón de fusilamiento.